Por el valle de Orcia: la otra Toscana entre castillos, pueblos, iglesias medievales y hayedos
Un viaje de Radicofani a Abbazia di San Salvatore, con parada en Santa Fiora, que también anima a explorar un paisaje reconocido por la Unesco

Además de las ciudades y pueblos de la Toscana que muchísimos viajeros conocen y, los que no, al menos han oído hablar de ellos hasta la saciedad (Siena, Pisa, Lucca, San Gimignano y, por supuesto, la Florencia colapsada por el turismo masivo), existen otras zonas de esta bellísima región italiana muy poco tocadas por el turismo internacional. Este es un viaje por uno de esos territorios de la cuna del Renacimiento en los que el turismo no interfiere en la cultura autóctona ni en el modo de vida de sus habitantes: el valle de Orcia, en el sur de Toscana, patrimonio mundial de la Unesco desde 2004.
Radicofani, un pueblo de la provincia de Siena de poco más de 1.000 habitantes, es un enclave ideal para empezar un recorrido que incluirá trayectos en bicicleta —mejor si es en e-bike, ya que las escarpadas laderas abundan—, senderismo a través de un bellísimo hayedo (y uno de los más extensos de Europa) o, si visitamos Val d’Orcia en invierno, la posibilidad de esquiar.
A unos 150 kilómetros al sur de Florencia y a 70 de Siena, si no se dispone de un vehículo propio habrá que combinar un tren y un autobús para llegar a Radicofani desde ambas ciudades. Una vez en el pueblo, hay que dejarse llevar por el instinto a través de un entramado de calles flanqueadas por pequeños edificios medievales y renacentistas de sólidos muros de roca volcánica hasta la Piazzetta del Teatro o de la Giudecca, cerca del Ghetto Ebraico donde se concentraron, o más bien confinaron, los vecinos judíos de la localidad desde principios del siglo XVI hasta bien entrado el XVIII.

A un par de minutos a pie desde la Giudecca, en la plaza principal del pueblo, se alzan casi frente a frente dos iglesias, San Pedro —cuyos orígenes se remontan al siglo X— y Santa Ágata —construida en el siglo XIV sobre un muro medieval—. Ambas son auténticas obras de arte, no solo por su hermosa factura que mezcla los estilos románico, gótico y renacentista en negra piedra basáltica lanzada hasta la zona por el volcán Amiata, sino también por los tesoros que guardan en su interior: las imágenes religiosas en terracota vidriada o esmaltada, una técnica única desarrollada por la scuola fundada en Florencia hacia 1440 por Luca della Robbia y que solo perduró en dos generaciones de aquella familia de artistas. Así, excelsas imágenes de Cristo crucificado y la Madonna coronada por ángeles o con el Niño en brazos, obra de Andrea della Robbia, sobrino de Luca, se muestran en las naves de ambos templos, que también atesoran tallas de escultores toscanos.
Desde el centro, la Via della Fonte desciende abruptamente hasta el Lavatoio en el que ya en el siglo XVI las mujeres de Radicofani se ponían al día de lo acaecido en la vida pública mientras lavaban la ropa muy cerca de la Posta Medicea, una impresionante villa, antiguo alojamiento de viajeros ilustres creado por Fernando Medici en 1584 y que en siglos posteriores contaría entre sus huéspedes con el Gran Dux de Toscana Cosme II, los Papas Pío VI y VII y escritores románticos como el Marqués de Sade, Dickens, Stendhal o Chateaubriand que, como otros desde tiempos inmemoriales, recorrían la importante Via Francigena que comunicaba Roma con la Toscana. Al otro lado del camino, una preciosa fuente aún ostenta el escudo de armas del Gran Ducado de Toscana, pero la hostería, cerrada a las visitas, hoy pertenece a un magnate estadounidense que estudia qué negocio instalar en el edificio.

De vuelta al centro se puede pasar por el relajante Bosco Isabella, un parque que esconde los restos de un templo etrusco de 2.000 años y donde se encontraron valiosas estatuillas y una pirámide de fines del XIX, punto de reunión de los masones entonces. Hoy el parque es escenario de los festivales de verano.
Antes de abandonar Radicofani para dirigirse en bici hasta la fortaleza que se alza en un monte a 900 metros sobre el pueblo, no está de más pasarse por la estupenda tienda de productos típicos en la plaza del Teatro, Pane e Companatico, ideal para aprovisionarse de víveres para la ruta: riquísimos salamis, queso de oveja pecorino toscano (una variedad del famoso de Cerdeña que llegó con una inmigración masiva de pastores de la isla a mediados del siglo pasado), miel o pasteles... La ascensión hasta la fortaleza de Radicofani, un tramo importante de la Via Francigena, discurre por una ruta escarpada. Para quienes no sean ciclistas muy entrenados se recomienda llevarla a cabo en una bici eléctrica de Valdorcia e-bike, gestionada por Nicolo y la medio gaditana Samanta (una empresa recomendable para circuitos guiados de diferente duración).

Fueron los carolingios en el siglo IX quienes erigieron esta fortaleza posiblemente sobre los cimientos de un castro etrusco de la Edad del Bronce, vital por su situación estratégica en el camino entre el Lazio y la Toscana, y a lo largo de los siglos fue reforzada sucesivamente por los lombardos, los Estados Pontificios, la República de Siena y los Medici. La fortaleza conserva en un estado admirable un orgulloso torreón y en su interior se visitan pasadizos subterráneos, los bastiones o la terraza de las almenas. Además, a 1.000 metros de altura se disfruta de las vistas sobre el valle de Orcia.
A 14 kilómetros al norte de Radicofani, tras una bella ruta en medio de un paisaje moldeado por suaves y verdes colinas onduladas típico de la Toscana, se llega a la quesería Caseificio Val d’Orcia, en el pueblo de Contignano. Aquí se puede aprender lo esencial en la elaboración del pecorino, sus diferentes variedades y también adquirir un queso… o un lote de esta delicia.
Si el viajero elige alojarse en La Palazzina, un buen hotel rural a seis kilómetros del pueblo, podrá dormir en la habitación que en su día ocuparon grandes mitos del cinema italiano, como el actor Vittorio Gassman o el dios Federico Fellini.
En la ladera sur del volcán Amiata
Santa Fiora, a 33 kilómetros al oeste de Radicofani y sobre la ladera sur del volcán Amiata, es para muchos el pueblo más bonito del valle. Un enclave medieval formado por un entramado de calles que serpentean entre plazas presididas por antiguos relojes de sol e iglesias medievales notables que atesoran las mejores obras de la Escuela della Robbia, como la de la Madonna della Neve, adornada en su interior con frescos notables, y con la particularidad de que un pavimento acristalado permite ver el curso de un manantial del río Fiora, o la parroquia de las Santas Fiora y Lucilla.

En la parte más baja del pueblo hay que visitar La Peschiera, un vivero de truchas que desde la Edad Media aprovecha el manantial donde nace el río. Fue construida bajo la dominación de los condes Aldobrandeschi, familia omnipresente que poseyó decenas de fortalezas en la Toscana —una de los más notables, la Rocca Aldobrandesca, se encuentra en otra encantadora localidad de la zona: Piancastagnaio—. Posteriormente, La Peschiera se convirtió en el parque actual, rodeado de abetos, cipreses, cedros y castaños.
Desde Santa Fiora se puede emprender una bellísima excursión por los senderos del hayedo del monte Amiata, uno de los mayores de Europa, situado a 10 kilómetros del pueblo y a unos 900 metros de altitud. La mejor época para caminar en este entorno de cuento es, cómo no, el otoño, cuando las hojas de las hayas se visten de rojo. Y en pleno invierno, los amantes del esquí pueden trepar hasta los 1.400 metros hacia la cima del volcán, donde junto al conveniente hotel y restaurante Le Macinaie funciona un telesilla.
La última etapa en este viaje por una Toscana menos conocida y hermosísima lleva hasta la localidad de Abbazia di San Salvatore, a media hora por carretera desde Santa Fiora en dirección noreste. A medio camino, el Hotel Relais San Lorenzo, una mansión construida sobre una iglesia medieval del siglo XIII donde se encontró hasta una cruz de los templarios y situada en un entorno boscoso, es una buena opción para alojarse.

Este pueblo de unos 6.000 habitantes toma el nombre de la iglesia y monasterio fundados por un duque lombardo en el siglo VIII, cuando perteneció a la orden benedictina, y conserva una espléndida cripta medieval donde hay que reparar en los curiosos capiteles zoomórficos de sus columnas, una cruz policromada del siglo XII y pinturas barrocas de Francesco Nasini.
Una cena a base de pasta fresca de la casa con setas o su reputado tagliatelle al ragù bianco en la Galleria Centralle, muy cerca del monasterio, es un buen broche a este recorrido por los tesoros naturales y artísticos del valle de Orcia.
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