Terapia veraniega

El hotel queda acurrucado entre los desarrollos inmobiliarios de El Portil y Punta Umbría, por un lado, y los de Islantilla e Isla Cristina, por el otro, con el campo de golf de El Rompido en el medio. Lo separa del mar la barra que deja, al sur, el río Piedras. Hay, pues, oxígeno suficiente para respirar.

El must del hotel es la piscina y sus originales ringleras de setos que la bordean, moteadas de sombrillas y camas balinesas. Una llamada a la privacidad en este mundo 2.0 en que tan bien se desenvuelve el turismo. Abajo, un caminito trasero lleva a la pequeña marina deportiva.

El comedor salta a la vista por su tamaño, primero, y luego por las aglomeraciones que presenta el mostrador de cocina en directo. A ver quién se pierde el último plato caliente salido de la parrilla… Sin embargo, ¡qué fino sabor el del gazpacho...! Nadie atiende, pero es igual. El bufé está al alcance de todos y sobra comida para indigestarse.

Todo en el complejo es funcional a más no poder. Anclado en la estética de los años setenta, es verdad, pero moderno, limpio y confortable. Deficiente en iluminación, como ocurre dentro los cuartos de baño, ambientados con una bañera de las de antes y un dispensador de jabón sujeto a la pared. Aunque los colchones aseguran luego un sueño pregonado como responsable. La luz brilla al otro lado de los cortinajes, en las terrazas que graciosamente nos han concedido panorámicas sobre el horizonte atlántico. Muy diferente perspectiva de la que ofrece el club de golf, remachado de esos adosados que sirvieron para financiar su construcción.

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