Un mundo donde no existe la noche
La lectura de la 'Nueva guía de la ciencia' de Asimov marcó mi vida por completo, así que mi deuda con él es enorme, para bien o para mal


Es duro decidir tu futuro cuando estás en esa edad difícil. Entre el retardo en la maduración de los lóbulos frontales, la intoxicación hormonal que anega el cerebro y una generalizada incompetencia para comprender el mundo, el bisoño granujiento se debe enfrentar a una de las decisiones más espinosas de su biografía: a qué dedicar su vida. Cuando yo era esa larva de humano, mi cabeza era un bombo de opciones. Por supuesto, quería estudiar Bellas Artes, aunque solo fuera por ver la cara de acelga que se le ponía a mi entorno familiar a nada que yo lo mencionara, y la música ocupaba la otra mitad de mis sesos poco hechos. Para colmo, también me interesaban la física, la literatura, la filosofía, la psicología y el arte sutil de no hacer nada, en un ejemplo sublime de potaje vocacional.
Fue un libro de Isaac Asimov, Nueva guía de la ciencia, el que despejó las brumas y me hizo decidirme por la biología. Aprendí allí sobre la doble hélice del ADN y el código genético, unos conceptos sobre los que nadie me había hablado en el colegio y que me dejaron literalmente hipnotizado. Aquello significaba que el mundo vivo, con toda su caprichosa exuberancia y su inaprensible complejidad, con toda su resistencia numantina a la penetración intelectual, albergaba en su seno una lógica simple y profunda, comprensible y bella como un amanecer en el desierto. La prosa desnuda de Asimov me hizo entender esto mucho antes de estudiarlo formalmente, en un destello que no debió de diferir mucho del que había deslumbrado 20 años antes a sus mismísimos descubridores. Esa lectura, como es obvio, marcó el resto de mi vida por completo, así que mi deuda con Asimov es enorme, para bien o para mal.
Me ha cogido con el pie cambiado que se cumpla este mes el centenario del nacimiento de Asimov (1920-1992), químico, divulgador y uno de los autores de ciencia ficción más destacados de todos los tiempos. Como yo ya tenía 31 años cuando murió, siempre le he considerado un contemporáneo, y cuando tus contemporáneos empiezan a celebrar centenarios empiezas a sentir escalofríos y vértigos metafísicos. Como esto no es una necrológica, puedo ahorrarle al lector sus orígenes judíos en la Rusia soviética, su migración a Nueva York a los tres años y su crianza cutre en las oscuras trastiendas del Brooklyn de entreguerras. También su ideología progresista y su pulsión mujeriega, que merecería hoy la censura de cualquier progresista. Pero sí quiero mencionar una narración admirable que escribió a los 21 años.
En su novela Nightfall, de 1941, una civilización de un planeta muy, muy lejano vive rodeada de seis soles, y por lo tanto no conoce la noche ni su abrumador espectáculo de planetas, estrellas y galaxias. Sin eso, la ciencia no ha acabado de arrancar como lo hizo en la Tierra con Copérnico, y los alienígenas se sienten autorizados a pensar que son el centro de una creación de tamaño exiguo y hecha a medida para ellos. Cada 2.000 años, sin embargo, ocurre un eclipse que descubre el cosmos en todo su grandioso esplendor, y su mera observación enloquece a las masas al revelarles su insignificancia en el gran esquema de las cosas. ¿En qué sentido es esto mala literatura?
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