Matar a una lagartija
Calma, esto no es una metáfora de lo privado y de la pornografía sentimental que impregna el columnismo que nació con Umbral


Esta mañana he asesinado esta columna. Ha sucedido al amanecer, en el salón de mi casa y de forma accidental. Mi columna llevaba habitando en mi cocina un par de semanas. A veces salía por la mañana a saludar. Pero inmediatamente se escondía. Yo la llamaba y ella no respondía. A mi chica, en cambio, sí le hacía caso, aunque como suele suceder en casi todos los aspectos de la vida, ella no sentía ninguna simpatía por mi columna, a pesar de que estaba más que claro que mi columna la prefería a ella. De hecho, en más de una ocasión me pidió que me deshiciera de ella.
Mi columna no era una metáfora sobre la inspiración, ni sobre el amor, ni siquiera sobre el amor no correspondido. No, mi columna era una lagartija. Entró un día de lluvia y se acomodó debajo de la lavadora. La bauticé Villanelle, como el fascinante personaje interpretado por Jodie Comer en la serie de HBO Killing Eve, porque era escurridiza, elusiva, bella, rumbosa y mucho menos amenazante de lo que pareció en el primer capítulo. Al menos para mí. Mi columna no era una metáfora del destino, de la vida, ni siquiera de la socialdemocracia. Era una lagartija. Y está muerta.
Esta mañana he asesinado esta columna. Usted la lee, la ve, la puede incluso tocar. Pero está muerta
Esta mañana he asesinado esta columna. Usted la lee, la ve, la puede incluso tocar. Pero está muerta. Aturdida por tanta lluvia, por los cambios bruscos de temperatura, por una humedad rara en esta época del año en Madrid (o en cualquier otra), por lo raro que amanece y lo a traición que anochece, esta mañana ha salido de su guarida, de su zona de confort que diría un coach o alguien que tiene previsto emprender cuando acabe el máster que cursa online, y se ha perdido. No, mi columna no es una metáfora del cambio climático, del Amazonas, de cosas que arden y cosas que se derriten. Mi columna era una lagartija en mi salón. Y aún medio dormido he empezado a perseguirla.
Aquello parecía las batallas de Peter Griffin y Ernie El Pollo Gigante en Padre de familia. Casi me dejo un ojo tratando de evitar que se colara debajo del mueble de los CD’s –malditos CD’s, para qué guardo 2.000 si hace años que no pongo ninguno– y a punto de luxarme el hombro estaba cuando he tenido que lanzarme en plancha para evitar que se metiera en la habitación. Una columna puede colarse en cualquier aspecto o parte de tu vida, pero jamás debe meterse en tu alcoba. Esto, aunque tal vez lo parezca, no es una metáfora de lo privado y de la pornografía sentimental que impregna el columnismo que nació con Umbral, creció en un bar donde las mujeres fumaban aunque no hubiera ceniceros y pagó la primera cuota de autónomos citando a Leonard Cohen y The wire. No, esta columna fue una lagartija. Y está muerta. Hostias.
Esta mañana he asesinado esta columna. He estado un rato tratando de, chancla en mano, lograr que Villanelle se dirigiera hacia el balcón. Supuse que si alguien sabe qué hacer con un balcón y una pared es una lagartija. Pero ella insistía en meterse en la casa. Luego he utilizado una camiseta para ver si agitándola lograba que la muy insensata entrara en razón. Nada. Cada vez estaba más lejos yo de mi objetivo y ella –aunque ninguno de los dos aún lo sabíamos– de la muerte. Entonces, he cogido la edición en tapa dura de RBA de Matar al león de Jorge Ibargüengoitia para ver si algo más sólido me ayudaba a lograr mi cometido.
No, esta columna no era una metáfora sobre la vacuidad de la moda, sobre lo inútil de la frivolidad para enfrentarse a los grandes problemas de la vida en comparación con la solidez casi metafísica de la literatura mexicana. No, esta columna era una lagartija. Y está muerta. Aplastada por uno de los mejores libros de uno de mis escritores favoritos. A veces, las cosas simplemente son lo que son. No importa los nombres que les pongamos.
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