Ella también

Einstein obligó a firmar a su primera esposa un contrato humillante. Quemó sus cartas y jamás mencionó la aportación que hizo a su trabajo
LA LECTURA de la reciente novela de Nativel Preciado, El Nobel y la corista, en donde hace un genial retrato del Einstein mujeriego, me ha hecho recordar la perturbadora historia de Mileva Marić, la física y matemática serbia que fue la primera esposa del científico. Mileva y Einstein se conocieron en 1896 en el Instituto Politécnico de Zúrich, del que eran alumnos. Ella tenía 21 años; él, 17. Fue un amor a primera vista. Mileva había mostrado desde niña tanto talento que su padre decidió darle la mejor educación. Para comprender hasta qué punto esta actitud era rompedora, baste decir que el padre tuvo que pedir un permiso especial para que su hija pudiera estudiar Física y Matemáticas, dos carreras solo para varones. Era un mundo que les negaba todo a las mujeres.
Mileva y Albert empezaron a vivir y trabajar juntos, pese a la furibunda oposición de la madre de él. Que su amado la defendiera frente a su propia madre debió de crear en la joven un sentimiento de gratitud inacabable. Y así, cuando el profesor Weber admitió a Mileva para el doctorado, después de haber rechazado a Albert porque no le consideraba preparado, ella supeditó su aceptación a la inclusión de Einstein. Mileva, mejor matemática que él, revisaba los errores de su amante; sus correcciones abundan en los apuntes de Albert: “Ella resuelve mis problemas matemáticos”. A la joven le obsesionaba encontrar un fundamento matemático para la transformación de la materia en energía; compartió con Albert esta fascinación (las cartas se conservan) y a Einstein le pareció interesante la idea de su pareja. En 1900 terminaron un primer artículo sobre la capilaridad; era un trabajo conjunto (“le di una copia [al profesor Jung] de nuestro artículo”, escribió Einstein), aunque solo lo firmó él. ¿Por qué? Porque una firma de mujer desacreditaba el trabajo. Porque Mileva quería que Einstein triunfara para que se casara con ella (él había dicho que hasta que no pudiera mantenerla económicamente no lo haría). Por la patológica gratitud, dependencia psicológica y enfermiza humildad que el machismo inocula.
Y entonces comenzó, insidiosamente, la desgracia. En 1901, Mileva fue a Serbia a dar a luz secretamente a una niña de la que no volvió a saberse nada: quizá acabara en un orfanato. Poco después Einstein consiguió un empleo como perito en la Oficina de Patentes de Berna y, ya con un sueldo, se casaron. Según varios testimonios, mientras Albert trabajaba sus ocho horas al día, Mileva escribía postulados que luego debatía con él por las noches. Además cuidaba de la casa y del primer hijo, Hans Albert. “Seré muy feliz (…) cuando concluyamos victoriosamente nuestro trabajo sobre el movimiento relativo” (carta de Einstein a Mileva). En 1905 aparecieron en los Anales de la Física los tres cruciales artículos de Einstein firmados solo por él, aunque hay un testimonio escrito del director de los Anales, el físico Joffe, diciendo que vio los textos con la firma de Einstein-Marić.
Y la desgracia engordó. Tuvieron un segundo hijo, aquejado de esquizofrenia; Einstein se hizo famoso, se enamoró de su prima, quiso dejar a Mileva y ella se aferró enfermizamente a él. Comenzó entonces (hasta la separación en 1914) un maltrato psicológico atroz; hay un contrato que Einstein obligó a firmar a su mujer, un texto humillante de esclavitud. Pero siendo ese contrato aberrante, aún me parece peor lo que el Nobel hizo con el legado de Mileva: quemó sus cartas, no mencionó jamás su aportación, solo la citó en una línea de su autobiografía. Los agentes de Einstein intentaron borrar todo rastro de Marić; se apropiaron sin permiso de cartas de la familia y las hicieron desaparecer. También desapareció la tesis doctoral que Mileva presentó en 1901 en la Politécnica y que, según testimonios, consistía en el desarrollo de la teoría de la relatividad. No estoy diciendo que Einstein no fuera un gran científico: digo que ella también lo era. Pero él se empeñó en borrarla, y lo consiguió hasta 1986, cuando, tras la muerte de su hijo Hans Albert, se encontró una caja llena de cartas que tuvieron grandes repercusiones científicas. Pese a ello, Mileva sigue aplastada bajo el rutilante mito de Einstein. Así de mezquinas y de trágicas son las consecuencias del sexismo.
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