Las tres bombas
Las presentes generaciones no son especialmente hedonistas o egoístas o estúpidas


Los reporteros de The Wall Street Journal soportaron mejor que otros la catástrofe financiera de 1929: pasaron por caja y cobraron años de salarios atrasados. Durante una larguísima temporada se habían dedicado a la especulación bursátil y el sueldo de periodista, comparado con sus fortunas personales, resultaba una insignificancia desdeñable. Esto dice algo sobre la prensa y sobre la sociedad en general. La primera mitad del siglo XX, con su larga guerra mundial (1914-1945), su revolución soviética y su colapso económico, ofrece miles y miles de ejemplos para explicar la frivolidad, la inconsciencia y el optimismo irracional con que la especie humana se aproxima a los desastres.
Nosotros, la gente de la primera mitad del siglo XXI, vamos tirando. Con frecuencia necesitamos refugiarnos en un optimismo que consideramos racional (la escuela de Steven Pinker y demás), miramos muy hacia atrás y comprobamos con alivio que sí, que la vida de la humanidad mejora con el tiempo. En general, pese a las excepciones, ricos o pobres, es mejor haber nacido ahora que en el penoso XIV, o en el terrible (aunque interesantísimo) XVII, o en el XX. Si ese optimismo nos es ajeno, nos limitamos a soportar el día a día. Bastantes problemas tenemos ya como para pensar en el futuro.
Las presentes generaciones no son especialmente hedonistas o egoístas o estúpidas. Todas lo han sido cuando han podido. Cuando no, se apechuga.
Siempre alguien acaba apechugando. ¿Quiénes serán los próximos? No hago apuestas. El caso es que nosotros, que ya recibimos el legado del arsenal nuclear, dejaremos en herencia unas cuantas bombas de relojería. La primera, el cambio climático o calentamiento global, cuyos efectos más devastadores (sequías, inundaciones, desaparición de zonas costeras) no deberían tardar más que unas décadas en manifestarse. La segunda, la deuda: vivimos a crédito y la factura acabará llegando. La tercera estamos fabricándola en este mismo momento.
De la tercera bomba de relojería percibimos con mayor claridad los síntomas que las causas. El gran síntoma es la desigualdad creciente. La causa es la crisis de gobernanza. La democracia liberal, paradigma de convivencia y progreso desde 1945, está dejando de funcionar. Desorden fiscal, incompetencia política, desconfianza, nostalgia, sectarismo y falsas soluciones: hemos conocido ya estos fenómenos y conocemos también sus consecuencias.
Lo peor del tercer pufo radica en que nos hace incapaces no ya de afrontar los otros dos, sino incluso de considerarlos seriamente. El fracaso de las élites gestoras (véase Washington, Londres, París, Brasilia, Roma o Barcelona, por citar unos ejemplos), el creciente culto a la irrealidad y la transformación de problemas hoy manejables, como la inmigración, en amenazas existenciales nos impide afrontar las cuestiones serias.
Recordemos a aquellos reporteros de The Wall Street Journal. Estaban dirigidos por Charles Dow y Edward Jones, creadores de los célebres índices Dow Jones. Tenían en sus manos toda la información necesaria para detectar la fragilidad financiera. Pero especularon hasta el último día: si las cosas iban bien, ¿por qué no iban a seguir bien?
En fin, no nos pongamos apocalípticos. A largo plazo, la humanidad sobrevive y prospera. Como The Wall Street Journal.
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