La noria
Está instalada en Alderdi Eder y gira tan majestuosamente despacio que a veces no es fácil distinguir esa marcha de la inmovilidad


La gran novedad estos días postreros del año en San Sebastián es una noria, de tamaño más que mediano. Está instalada en Alderdi Eder y gira tan majestuosamente despacio que a veces no es fácil distinguir esa marcha de la inmovilidad, al menos desde el paseo de La Concha, mi punto de vista para admirarla. Los que viajan en ella lo tendrán más claro... Ahora los donostiarras nos repartimos en dos clases: los que ya se han subido a la noria y los que no. Estos últimos, que son mi bando, se dividen a su vez entre quienes desdeñan con altivez o ironía la posibilidad misma de viajar en ella (“es un sacacuartos”, “hay que ser paletos”, “cosas para turistas”, “yo me he subido en el London Eye, de modo qué…”) y los que, cuando nos preguntan, aseguramos con azoro que estamos deseando dar vueltas por el aire, pero que hasta ahora nos ha disuadido la cola para tomarla, ciertas deficiencias de salud o algunos prejuicios religiosos. Nada que no pueda y deba resolverse pronto… Lo decimos avergonzados, porque la noria tiene algo de aventura —muy domesticada, pero aventura— y nosotros no renunciamos a ser aventureros.
Alderdi Eder (en euskera, Lugar Hermoso) fue mi parque infantil. En aquel entonces me parecía enorme y laberíntico, una jungla inabarcable llena de rincones inexplorados. Hoy lo recorro de punta a punta en cuatro zancadas, distraído y acongojado. La noria gira partiendo de él y nos eleva hasta una falsa cumbre desde la que lo cotidiano parece pequeño, pero luego nos devuelve a ras de tierra. Como hace el tiempo, perdonen la metáfora inevitable. Subimos, bajamos, nunca escapamos del jardín de infancia. La rueda, la vida, más arriba… ¡qué bonitas vistas! Y luego… ¡Feliz 2019!
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