Melindres poéticos


SI AHORA MISMO te sancionan por no llevar en la guantera del coche el chaleco amarillo, es posible que dentro de poco te multen por llevarlo. La prenda fosforescente ha devenido bandera. Véanla en los balcones de estas viviendas de Marsella convertida en el símbolo de un nacionalismo sin nación. Mucha gente, hasta ayer, prefería una patria sin pan a un pan sin patria. Quizá ese ondear de chalecos constituya el anuncio de una nueva época en la que los explotados se jueguen la vida por la conquista de bienes y servicios reales, después de tantos siglos empeñados en matarse los unos a los otros por ideales sin sustancia. Macron, que llegó a la presidencia de su país con la vena del cuello inflamada de una grandeur vacía, intentó convencer a los contribuyentes de que se podía vivir de ser francés. La inflamación no coló porque el precio del diésel, como el del pan, importa, sobre todo cuando la especulación te ha desplazado a la periferia convirtiendo el coche en un objeto de primera necesidad.
Como una cosa lleva a la otra y como cada cual es víctima de sus verdades, la subida del combustible se convirtió en la base de una cadena deductiva que condujo a les enfants de la patrie a transformar un humildísimo atavío en una contraseña por la que los paganos de la crisis se empiezan a reconocer en el resto de Europa. La visión de ese trapo no emociona tanto como escuchar La Marsellesa, pero el éxtasis nacionalista no quita el hambre y de lo que se trata ahora es de comer tres veces al día. Larga vida a este emblema de la prosa después de tantos siglos de melindres poéticos.
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