‘Jogo de merda’
Lo que defienden ronaldinhos y rivaldos, y demás votantes de Bolsonaro, es que cualquier delito de odio se legitima si su acción de gobierno responde a las expectativas electorales


Una noche en São Paulo me subí a un taxi en el que el conductor me empezó a ilustrar sobre la clase de criminales que me encontraría en la ciudad. Hay gente que te habla de monumentos y después están las buenas personas. “Los peores”, dijo, “son los negros”. No los mulatos, los negros aguados, los negros chocolate con leche, que también eran peligrosos. “Los negros negros, los negros africanos”. Sonrió mirando por el retrovisor; hasta ese día no había visto en mi vida a un hombre más negro que él.
Me quedé con la duda de saber si lo suyo era un grado superlativo de retranca o de racismo. No sería extraño lo segundo. Ni es patrimonio de Brasil, sólo faltaría. Aunque electoralmente está a punto de dar un paso de gigante hacia la última frontera del humor. Jair Bolsonaro tiene el apoyo del 46% de brasileños tras decir que sus hijos no tendrán novias negras “porque están bien educados”, que los habitantes de las quilombolas, núcleos formados por descendientes de esclavos, “no sirven ni para procrear”, que una diputada “no merece” ser violada (“por fea”, aclaró después), que prefiere que un hijo suyo muera en un accidente a que sea gay (“los homosexuales lo son por consumo de drogas; sólo una pequeña parte es por defecto de fábrica”), que los pobres deben tener menos hijos y que la dictadura debió haber matado a 30.000 más, empezando por el presidente Cardoso.
Cuando tenía 23 años, Dilma Rouseff fue encerrada y torturada con palizas y descargas eléctricas durante tres años por la dictadura. Al ser destituida como presidenta en 2016, Bolsonaro dedicó su voto al torturador de Rouseff: “Por la memoria del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, el pavor de Rousseff”. Su hijo, Eduardo Bolsonaro, hizo el gesto de la ametralladora al votar. Así está el quinto país más poblado del planeta, la sexta economía del mundo.
Para comprobar el alcance de un mecanismo cerebral tan simple y tan impactante, bastan estas dos afirmaciones de Bolsonaro a EL PAÍS en 2014. “¿Pena de muerte? Nunca he visto a un muerto volver a cometer un crimen”. “¿Crímenes de homofobia? Mueren muchos más heterosexuales”. Ante la insistencia de la periodista, María Martín, Bolsonaro le preguntó si es que ella era gay. “¿Sólo porque a alguien le guste poner el culo ya tiene que ser un semidiós y no puede llevarse una paliza?”, cerró la entrevista.
Homosexuales, negros, pobres, izquierdistas y mujeres que pueden ser algo de eso o nada, simplemente mujeres. Todos ellos son la mayoría absoluta de Brasil. Muchísimos de ellos han votado a un candidato que los tiene por inferiores o los odia. Ese es el viaje del jogo bonito al jogo de merda que han emprendido Ronaldinho y Rivaldo con su apoyo explícito a los ultras, y Neymar y Gabriel Jesús con un me gusta al mensaje de un exfutbolista, capitán del Ejército en la reserva, en el que viene a decir que un presidente no puede enseñar valores, sino gobernar. El mismo razonamiento que Rivaldo, que cree que la “ideología de género”, el machismo, el racismo y el feminismo son valores que se aprenden en la casa y en la escuela: “El voto va de escoger a un presidente, no a un padre”.
Se concluye que a Rivaldo no le importará que Bolsonaro, si reduce el crimen y el paro, se ría de sus hijos negros si se acercan a su hija. El jogo de merda en el que se han metido los votantes de Bolsonaro es que cualquier delito de odio se legitima si su acción de gobierno responde a las expectativas electorales. La gestión por encima de la moral en un universo en el que reducir la violencia en público justifica matar en privado a un hombre.
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