Violencia
También se agrede el cuerpo de las mujeres cuando no existe conciliación real ni reparto equitativo de las tareas domésticas


La violencia contra el cuerpo de las mujeres, contra ese cuerpo en el que se encarna nuestro espíritu, voluntad, carácter, ideología, deseo, conocimiento, se expresa en el no me gusta que en los toros te pongas la minifalda, tápate o destápate, en la necesidad de reivindicar el no es no y en la objetualización de la carne de una mujer patchwork troceada hasta quedar reducida al fetiche de una cabellera o a pierna estilizada por un tacón de aguja. Son violencia los insultos a una presentadora que lleva “demasiado” escote y la interpretación del cuerpo femenino como suciedad, vergüenza y pecado. Constituye una agresión, a menudo autoinfligida, exigir vaginas y pubis eternamente infantiles, elegancia innata, un empoderamiento —ay— proporcional a la turgencia del muslo. Es violencia que el cuerpo de las mujeres se contracture hasta ser solo metonimia del útero, santuario, vientre de alquiler y, en esa contractura, las mujeres pobres y desfavorecidas sean las más vulnerables. Se ejerce violencia cuando se penaliza a la mujer que es no madre y se culpa a la que lo es por el hecho de serlo demasiado. Desde distintas posiciones, se practican violencias contra nuestros cuerpos infantiles, púberes, jóvenes, adultos, menopáusicos, viejos.
Pero no olvidemos que también se ejerce violencia contra el cuerpo de las mujeres cuando no existe conciliación real ni reparto equitativo de las tareas domésticas; cuando hay trabajos que no se consideran trabajos y no se pagan; cuando se penaliza salarialmente la hipótesis de maternidad, crianza y cuidados, y se patologiza cualquier actitud contestataria de las mujeres; cuando ni la letra de la ley ni su aplicación son genéricamente desinteresadas y se juzga a las víctimas. Sobre todo, pesa la violencia sobre nuestro cuerpo, hasta enfermarnos, cuando la brecha salarial roza el 30% y aproximadamente tres millones de mujeres no llegan al salario mínimo. Según la encuesta de población activa de finales de 2017, casi una de cada cuatro mujeres ocupadas trabajaba con un contrato a tiempo parcial sin que ellas lo deseasen; a partir de los treinta años el sueldo de los hombres aumenta de forma constante y el de las mujeres no: en torno a los 55, la brecha salarial entre trabajadoras y trabajadores alcanza el 37%. Eso es violencia. La tasa de temporalidad, el trabajo a tiempo parcial, el paro, el paro de larga duración, la inactividad, el riesgo de empobrecimiento y exclusión indican que nuestra situación es peor que la de los trabajadores varones. La violencia económica, la violencia estructural, se desarrolla en paralelo a la violencia machista contra el cuerpo femenino. Diferenciar las violencias, como si no fuesen la misma, juega en nuestra contra.
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