Hasta la hipocresía tiene un límite
Los primeros acuerdos de convivencia tras un escenario de violencia no se alcanzan gracias a la pureza de principios


En una de sus frases más afortunadas, ese genio que fue Fernando Fernán Gómez, cuyo nombre la peor calaña política de Madrid quiso sacar de los teatros de la Villa —igual querían rebautizarlos como “Centro Cultural Volquete de Putas”— escribió que después de la guerra no había llegado la paz, sino la victoria. Es difícil expresar mejor un tiempo en el que la reconciliación consistía en cuneta, cárcel o exilio.
La democracia permite la paz; la dictadura exige la victoria. El franquismo fue la ausencia oficial de máscaras: había barra libre de fascismo, y al que se pasaba no lo echaban de la fiesta sino que lo ponían a organizar otra. Lo que ocurrió después fue un ejercicio blanqueador: miles se acostaron llorándole a una tumba y se despertaron apedreándola. La paz siempre ha exigido un material de primera calidad, muy usado pero con escaso prestigio público: la hipocresía.
Es la hipocresía la que resuelve en un primer momento las mayores tensiones; es gracias a la hipocresía, y no a la pureza de los principios, cómo se pactan los primeros acuerdos de convivencia después de un escenario de violencia. Es hipocresía, por ejemplo, lo que facilita las cosas hoy en el País Vasco. Como la de Sortu homenajeando a Blanco entre los reproches de Alfonso Alonso, que dijo de uno de ellos que “sobraba” porque “defendió a los asesinos” hace 20 años. Fue al acto, remachó, para “blanquearse”.
Quizá tenga razón Alonso, y quizá la paz consista en dejar de tener razón un poco. En España ha ido blanqueándose todo el mundo para convivir; en España se ha tenido, en nombre de la paz, la hipocresía necesaria para permitir que un franquista fundase el partido de Alonso sin que este le dijese que sobra o le pidiese condenar la dictadura. Tener la razón no implica exhibirla. Arzuaga no sobraba; probablemente lo que sobre es que haga lo que le pida el cuerpo, pero eso no lo sabremos como no quisimos saber ni queremos saber tantas cosas.
Que haya gente en la izquierda acomplejada por la muerte de uno de los suyos (Blanco lo era, y ahí empezó el espectáculo: cuando le dieron más importancia a ser del PP que a estar muerto) significa que no han aprendido nada. Que escandalice ahora la utilización del muerto por parte del Partido Popular es hasta entrañable: empezaron a los tres meses (septiembre, concierto de Las Ventas; recuerda Leguina). Pero también la hipocresía tiene un límite. Poner a la misma altura las miserias partidistas actuales del asesinato de Miguel Ángel Blanco y su asesinato no es más que un subterfugio con un objetivo, este sí, blanqueador criminalmente.
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