Los intelectuales como defensores de un nuevo orden
El fervor marcó las actuaciones de los académicos que compartieron el proyecto nazi


Nunca ha resultado demasiado clara la relación de los intelectuales con el poder. Existe, desde hace tiempo, esa entrañable leyenda que habla de almas nobles que ponen su inteligencia al servicio de una causa justa. El intelectual está marcado, en ese caso, por un aura romántica y despierta inmediatas simpatías por tener el inmenso coraje de arriesgarse a ofrecer su palabra para ayudar a los más débiles.
Hay otra imagen, más prosaica, en la que los intelectuales no salen muy bien parados. Es cuando se los ve medrando en los palacios, haciendo las posturitas más rocambolescas para obtener el favor de los poderosos y, vaya, explicando al mismo tiempo que están ahí para cumplir una misión histórica, para remediar terribles atropellos, para acabar con todo desmán.
¿En qué quedamos? ¿Trabajan realmente al servicio de los sectores de la población más castigados o andan procurándose un lugar idóneo desde el que meter la mano ahí donde se corta el bacalao, donde se reparte el pastel, donde se otorga todo favor? El intelectual, ¿es el látigo que estalla contra los abusos o trabaja más bien como un simple engranaje que garantiza el funcionamiento de algunas brutales maquinarias de opresión?
En una entrevista a Christian Ingrao, publicada hace unos días en las páginas de Cultura de este diario, Jacinto Antón se refería al estupor que produce enterarse de que algunos de los mayores criminales nazis eran impecables académicos entregados a la causa. El historiador francés lo ha contado en Creer y destruir, donde analiza el papel de los intelectuales en la máquina de guerra de las SS. Ingrao decía ahí, refiriéndose a un jurista que no tuvo problema en liquidar a una madre y a su bebé para dar ejemplo a sus tropas en la tarea de aniquilación de judíos que les esperaba en un pueblo de Ucrania: “Era un teórico de la germanización que trabajaba para crear una nueva sociedad, así que el asesinato era una de sus responsabilidades para crear la utopía”.
“Decir nazismo equivalía a decir fervor, esperanza en el desenlace de la intriga histórica”, escribe Ingrao en su libro. “El nazismo daba a quienes se adherían a él la sensación de que el curso de las cosas era el de la salvación colectiva gracias al advenimiento del imperio”.
Muchos de aquellos intelectuales habían pasado días difíciles cuando Alemania quedó humillada tras la Gran Guerra, y eran entonces solo unos niños. Fueron creciendo con el resentimiento y después quedaron atrapados en las redes de solidaridad que el nazismo tejía por doquier para soldar su sistema de creencias. El siguiente paso fue el fervor.
Lo de los nazis fue un horror. Pero esa secuencia diabólica —resentimiento, redes de solidaridad, fervor— la cultivaron también muchos comunistas que no vieron nunca los excesos del estalinismo. Y es esa secuencia la que termina por envenenar las buenas intenciones —las utopías— de tantos y tantos intelectuales.
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