Encerrados
El poeta sacó de su bolsillo un teléfono viejo. Le dije “Qué raro que tengas celular”. Me respondió: “Tengo que oír la voz de mi mujer. Eso es mi celular”


Dicen que hay personas que están abandonando sus teléfonos inteligentes para volver a los antiguos —que solo permitían hacer llamadas y enviar mensajes de texto— porque permanecer todo el tiempo conectadas empieza a resultarles desquiciante. Yo tengo un teléfono inteligente pero lo uso como si fuera idiota (al teléfono): no tengo WhatsApp, chequeo el mail solo si algo malo pasa con mi computadora y aunque sé utilizar el GPS prefiero leer mapas, quizás porque vi demasiadas películas posapocalípticas donde solo sobreviven aquellos que recuerdan cuál es la diferencia entre el este y el oeste. La obesa hiperconectividad que se ofrece como forma del paraíso siempre me ha parecido un pasaje de ida al infierno solipsista; estar pendiente de likes y retuiteos, una forma eficaz de cultivar un ego de Godzilla; y la tiranía del “visto”, el invento de un celópata paranoide. La frase “redes sociales” todavía me remite a la idea de una telaraña. Vivir por, para, con, de, desde una pantalla es, para mis parámetros, algo que aparenta ser la vida pero que no lo es. Pensaba en todo eso en un autobús, mirando el mar de la costa de Chile, mientras regresaba a mi hotel después de entrevistar largamente a un poeta que lleva una vida recogida y humilde. En un momento, el poeta sacó de su bolsillo un teléfono viejo. Le dije: “Qué raro que tengas celular”. Me respondió: “Tengo que oír la voz de mi mujer. Eso es mi celular”. Desde hace un par de semanas, en la sala de mi casa hay un televisor enorme: inteligente. El día en que lo estrené lo conecté a Netflix y pasé horas mirando una serie. La serie era buenísima y yo me sentí feliz. Hasta que miré por la ventana y vi la luz de un domingo perfecto apagándose al otro lado del vidrio. Fue como ver ahogarse a un gatito en el río. Sin ruido, delicadamente, con la discreción de las cosas que pasan y que no volverán jamás.
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