Vanidad
El funerario ha sembrado en mi cabeza un veneno que crece y crece hacia el encéfalo


Me llama un señor de una funeraria privada, un admirador, dice, que pretende dar mi nombre a un tanatorio. Tanatorio Juan José Millas, pronuncia con énfasis. Pregunto si se trata de una broma y se precipita a negarlo. Yo, al otro lado del hilo, callo y rumio. Transcurridos unos segundos, en tono cortés, pero de censura, el hombre señala que no habría dicho lo mismo si me hubieran propuesto llamar Juan José Millás a una calle. Es que no es lo mismo, me defiendo. Claro que no es lo mismo, arguye, una calle la tiene cualquiera, estoy en disposición de demostrárselo, pero usted sería el primero en honrar con su nombre a un tanatorio. ¿Qué de malo encuentra en ello? No sé, digo, tratando de dilatar la respuesta mientras pienso qué les habría parecido la idea, de estar vivos, a mis padres. Se me ocurre que dirían irónicamente que por fin había llegado a algo y suelto una risa algo siniestra. ¿Está usted riéndose?, pregunta, ofendido, mi interlocutor. No, no, carraspeaba, estoy un poco acatarrado.
Al final le digo que lo pensaré, cuelgo el teléfono e intento seguir trabajando inútilmente. El funerario ha sembrado en mi cabeza un veneno que crece y crece hacia el encéfalo. Por un lado está la vanidad de ver mi nombre en grandes letras presidiendo un edificio en el que no deja de entrar y salir gente. Por otro, pienso en las bromas de mis colegas y en los comentarios maliciosos de las redes. Pero también pienso que, con suerte, algunos de esos colegas serían velados en mi tanatorio. Yo mismo acudiría a dar el pésame a su familia con aires de ser el dueño de la tienda. Finalmente, decido dejar las cosas al azar. Si me vuelven a llamar, diré que sí. Si no, me olvidaré del asunto. Pero no me olvido. Y tampoco me llaman.
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