Derrumbe moral
Mi joven alumnado se pregunta quién ha hecho su ropa. Interpelan a las empresas solicitando transparencia

La revolución será fabulosa o no será. No es una amenaza. Es una constatación. Lo verifico cuando Paloma García, de la Asociación de Moda Sostenible de Madrid, me invita a la lectura pública del manifiesto Fashion Revolution, un movimiento iniciado en Reino Unido por Orsola de Castro y Carry Somers, hoy presente en más de 80 países. Mientras leo en recuerdo a las víctimas del hundimiento de la fábrica textil Rana Plaza, una repentina ráfaga de viento hace caer columnas y carteles; el micro empieza a silbar. Parece una versión urbanizada de Mordor, pero no ha sido un sabotaje. Ha sido el aire de los tiempos. Han sido modistas, diseñadores, productores, comerciantes, instituciones, periodistas, documentalistas, escritoras, artistas, sindicalistas, actrices, cantaoras, modelos, supermodelos y consumidoras, tejiendo consciencias para promover el slow fashion. No son aires antimoda. Todo lo contrario. La transforman para sostenerla.
Somers recuerda a los ilustrados escoceses pensando belleza y moral. Yo, a Friedrich Engels, el filósofo alemán, quien, justamente escandalizado por la miseria y la opresión en las fábricas textiles de su propia familia en Manchester, escribió La situación de la clase obrera en Inglaterra (en 1845), punto de partida de movimientos sociales y políticos. Recuerdo a Eliza Kendall, la obrera inglesa mencionada por Engels en una nota a pie de página, cuya dolorosa vida fue rescatada por el antropólogo Ignasi Terrades (UAB, 1992). Recuerdo a mi abuela y a mi tía abuela, trabajadoras infantiles en los telares de Sabadell. Subcontrataciones, mujeres, criaturas, sufrimiento. Un abrumador número de vidas sacrificadas a una economía política.
En ocasiones, los medios me preguntan si la moda es buena o mala. A mi joven alumnado les chocan estos planteamientos pseudomorales en blanco y negro; les parecen preguntas caídas del siglo XX y tienen razón. Saben que, desde mediados del XIX, la identidad personal se construye y comunica, al menos en parte, mediante el aspecto y el consumo. En el XXI, no antagonizan, crean alternativas. Afirman el goce del cuerpo, su adorno e indumentaria, al tiempo que luchan para conseguir modelos de producción y de consumo ética y ecológicamente sostenibles. Buscan el alma de la prenda mediante una cadena vinculante de interrogación —¿quién ha hecho mi ropa?— y respuesta —yo he hecho tu ropa—. Interpelan a las empresas solicitando transparencia. Es justo y necesario. Se desmorona el pilar de la exención de responsabilidad en la cadena de subcontratación. El gusto por la ropa limpia avanza, slow e inexorable, porque las manchas de sangre son difíciles de quitar.
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