Los ajedrecistas de Cadaqués
En el Cadaqués de los cuarenta cada casa tenía en el sótano un banco, porque el vino y el aceite lo podías cambiar por tabaco, por chocolate, por cualquier cosa

En Cadaqués todo el mundo se dedicaba al huerto y a la pesca, me cuenta Melitó, camisa de cuadros y rostro curtido; lo del colmado y el bar era un extra. Y dice: “Hasta el año 52 no vimos claro esto del turismo”. En el Cadaqués de los cuarenta cada casa tenía en el sótano un banco, me cuenta con una mirada pícara Melitó, chaquetita Lacoste y manos enormes, porque el vino y el aceite lo podías cambiar por tabaco, por chocolate, por cualquier cosa, y Francia está cerca si arrías la vela. Su padre, que también se llamaba Melitó y era de los pocos que chapurreaban el francés, se volvió la sombra de Marcel Duchamp: le buscaba casa para que pasara en el pueblo los meses de verano, lo acompañaba en el coche a todas partes y, sobre todo, acogía en el bar sus partidas diarias de ajedrez. Y dice: “Era carn i ungla, amb en Duchamp” (“uña y carne”).
Acostumbrado a proporcionarle todo aquello que necesitara, Melitó padre, cuando veía al artista famoso impaciente ante el tablero dispuesto con sus dos ejércitos enfrentados, la mirada oscilando entre el reloj y la puerta, no dudaba en poner al chaval, Melitó hijo, al frente del maestro, para que se entretuviera hasta que llegaran Eduard Tharrat, Peter Ek o alguno de los otros artistas y contendientes cotidianos. Nadie los molestaba, no había radio ni máquina tragaperras. Hay que imaginar a ese anciano de 83 años como un adolescente corpulento, ante las blancas o las negras: el sparring del mito conceptual.
Tal fue la identificación de Duchamp con el pueblo que llegó a formar parte del equipo de ajedrez: “Aquí se jugaba mucho, en el Casino, porque entonces no había tele, y o bien te gustaban las cartas, o bien te gustaba el ajedrez”. Dalí siempre se mantuvo distante, pero Duchamp hablaba con todo el mundo. En varias ocasiones viajó con el resto de jugadores a torneos de Llançà, Figueres o Roses. “Hace mucho que se disolvió el equipo”, me cuenta Melitó. “Ahora sólo se hacen unas partidas simultáneas por la fiesta mayor”. Pero en el bar sigue habiendo un tablero, junto a las fotos de los visitantes ilustres, el eco del eco.
Los ajedrecistas de Duchamp eran el reverso de los lectores borgeanos: lo retenían en la sombra, impedían que el artista se dedicara a crear
Alberto Manguel evoca en Una historia de la lectura aquella tarde en que Borges entró en la librería donde él trabajaba y le preguntó si le molestaría leerle por las noches, porque su madre se cansaba enseguida. Pasó a formar parte entonces del grupo de lectores borgeanos: una extraña sociedad civil que permitía que el escritor siguiera nutriéndose de sus clásicos para continuar escribiendo. En Cadaqués –como ha escrito Pilar Parcerisas en Duchamp en España–, el artista “sustituyó el tiempo del arte por el tiempo de la vida”. Los ajedrecistas de Duchamp eran el reverso de los lectores borgeanos: lo retenían en la sombra, impedían que el artista se dedicara a crear. A no ser que entendamos el ajedrez como una frontera entre la vida y el arte. O como arte de los conceptos.
“Una vez, entre las muchísimas palizas que me dio, una sola vez, hicimos tablas”, me cuenta Melitó mientras la luna llena eclipsa la estatua de Dalí en el paseo marítimo. “Y él no podía entender qué le había pasado, se lo contaba a todo el mundo, n’est pas possible, repetía, n’est pas possible. Supongo que perdió porque estaba pensando en otra cosa”.
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