El alcalde Azkuna
A fuerza de hablar con él aprendí que hay un momento en la vida en que ya no existen las ideologías ni las diferencias

Este viernes último se cumplió un año de la muerte de Iñaki Azkuna, un hombre inolvidable.
Unos días antes de su muerte llamó a algunos amigos. No fue una conversación amarga, no dejaba tras de sí una palabra con esquinas, era el mismo Azkuna, el mejor alcalde del mundo, pero también el mismo ser humano capaz de ser nacionalista y su contrario, capaz de querer a Bilbao, de donde era alcalde, y de hablar con el mismo espíritu solidario de otras ciudades y países con los que competía queriéndolos. Capaz de exhibir la fe y de respetar a los que no la sintiéramos.
Era aquel Azkuna que hablaba de gastronomía y de fútbol con el mismo gusto con que hablaba de los libros o de la música, que eran dos grandes pasiones suyas, como la amistad, que fue su orgullo. Tenía, eso sí, el orgullo de Bilbao, pero antes que Bilbao estaba la amistad. La cultivó como si fuera de oro, o de rojiblanco.
De hecho, en esa conversación última de su vida incluyó, en algunos casos, la broma sobre el fútbol que queremos los otros y la comida a la que solía invitar a sus amigos, a un restaurante donde llevó a reyes y a plebeyos, La Viña de Henao. “En la otra vida volveremos a hablar de Pedrito y del arroz con almejas”.
Un día, afectado ya por las enfermedades sucesivas que precipitaron su elegante abismo, casó a dos bilbaínos que se iban a Singapur de luna de miel. “¡Y qué demonios van a hacer ustedes en Singapur con lo bien que se come en Bilbao!”. Cuando ya era imposible imaginar que se levantara de la cama, se presentó en la Alhóndiga, pálido como un personaje de Virgilio, sus manos mostrando esa blancura que parecía ya papel de cebolla, y pidió lo de siempre, y comió lo de siempre; practicaba, aún en ese tiempo en que es mejor no salir al encuentro de la intemperie, la elegancia de hacer sentir que estaba cuando el mundo ya no le importaba nada.
Le importaba Bilbao, eso sí, y no sólo Bilbao sino el Athletic, y ese sitio, La Alhóndiga, que él convirtió en un centro cultural y que ahora se llama, desde esta semana, Centro Azkuna. Aunque ya no había un solo resquicio para la esperanza de seguir viviendo, se refería a lo que ocurría en la Alhóndiga (y lo que iba a ocurrir) como si aún estuviera descorriendo la cortina de su ingreso como alcalde.
Se le había acentuado, como se desprendió luego en aquellas conversaciones que tuvo con los amigos de los que se despidió (por carta o por teléfono), su sentido del humor, contra sí mismo generalmente; en un momento determinado hizo con mi codo lo que hacen las personas mayores cuando se acercan a hacer una confidencia; no iba a decir nada de particular, pero de un plumazo se cargó la solemnidad de los patriotas: yo soy de todo el mundo, qué carajo. En la voz y en la mente tenía la política.
A fuerza de hablar con él, y de escucharle sobre todo, aprendí con Azkuna que hay un momento en la vida en que ya no existen las ideologías ni las diferencias por causas que no son ni graves ni importantes. Fue elegido el mejor alcalde del mundo; fue médico, acaso de ahí le vinieron la ausencia de solemnidad y la alegría de ayudar. He conocido pocas personas así y si no lo dijese cada vez que lo recuerdo sería un impostor ante mí mismo.
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