Le Corbusier y la ciudad catástrofe
En Nueva York, la obra no está delante de nosotros, sino que nos rodea completamente, estamos parados en ella, y posiblemente vivamos en ella
Al pie de un frío edificio de usos múltiples, rodeada de rascacielos cartesianos, una discreta inscripción en la acera reza: “Cien veces he pensado: Nueva York es una catástrofe, y cincuenta veces: Nueva York es una hermosa catástrofe”. La inscripción funciona como una de esas fichas colocadas junto a un cuadro o una escultura que leemos para luego volver a mirar la obra que tenemos delante con otros ojos, sopesando y comparando lo que se dice con lo que se tiene realmente en frente. Sólo que, en este caso, la obra no está delante de nosotros, sino que nos rodea completamente, estamos parados en ella, y posiblemente vivamos en ella.
Las palabras son de Charles-Édouard Jeanneret, Le Corbusier, que visitó Manhattan a mediados de los años treinta. Tras aquel viaje, escribió un librito, lleno de admiración y resentimiento, titulado Cuando las catedrales eran blancas. En él abundan sentencias lapidarias sobre el estado derelicto de los muelles y las calles, o el tamaño inapropiado de los rascacielos: a Le Corbusier le parecía que éstos eran demasiado chicos y chatos, y despreciaba su adherencia al “zigurat”, o estructura piramidal, en vez de a la más audaz, pura y cartesiana verticalidad que defendía.
Le Corbusier regresó a Francia, después de aquel viaje, sin siquiera un encargo en Nueva York. De hecho, nunca le fue comisionado ningún edificio en la ciudad. Fue consultor para los planes del edificio central de Naciones Unidas, pero al final le dieron el proyecto a otro. Tiene algo de ironía cruel el hecho de que la gran capital del siglo XX y el gran arquitecto del siglo XX nunca se hayan cruzado. Nunca, salvo en ese acuse de recibo de la indiferencia que la ciudad le propinó, ahora inscrito en una banqueta: Nueva York es una catástrofe.
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