‘Margaritas’ con Don Quijote y Patty Smith
En este lugar fundado por madrileños en la little Spain en la década de los treinta, uno imagina a Carmen Amaya o José Greco

En un lugar de Manhattan de cuyo nombre sí quiero acordarme, no hace mucho tiempo bebía algunas de mis más añoradas margaritas en la capital mundial del cóctel. No serían las mejores, pero mi imaginación cabalgaba pensando en hazañas de los modernos caballeros andantes que eran seguidores de Ginsberg o en pálidas dulcineas parecidas a Nico. Estamos en los bajos del cerrado hotel Chelsea, en el interior del bar El Quijote, un insólito landmark de la ciudad.
El hotel ya es nostalgia de los esplendores recientes del más bohemio y canalla refugio de viajeros y estables. El Chelsea ha muerto. El Quijote, el bar restaurante contiguo al hotel, sigue resistiendo la especulación y la gentrificación de la ciudad. Se parece a su nombre: es viejo, destartalado, está tocado pero no hundido, mantiene su orgullo y cabalga como un excéntrico enamorado entre los modernos de Manhattan.
Cuando voy a El Quijote no pienso que allí habían bebido sangría o comido paellas Dylan Thomas, Eugene O’Neill o Thomas Wolfe. No, en mis tardes neoyorquinas de barra quijotesca –y asumido el espectáculo de decenas de imágenes y esculturas de quijotes y sanchos distribuidos por el bar, tras las botellas, en los murales de las paredes, por las mesas, en compañía de toreros y entre tópicos paisajes andaluces y manchegos–, yo recordaba otros tiempos, otras marcas españolas de la ciudad. En este lugar fundado por madrileños en la little Spain en la década de los treinta, uno imagina a Carmen Amaya, José Greco o Sabicas cantando al vino español en la nostalgia de una Nochebuena en tierra extraña.
Si son minimalistas se pueden abstener. Es uno de los lugares menos cool de ese barrio too cool. Su clientela es transversalmente neoyorquina. Sin descubrir por los hipsters, sigue con su clientela del barrio o de provincias que siguen acudiendo a la llamada de la paella con incrustaciones mexicanas, de su heterodoxa sangría o por la inmensa langosta del Maine. Casi nada ha cambiado en ese interior que recuerda a Douglas Sirk pasado por un Almodóvar cañí. Tan puramente kitsch como si lo hubier a diseñado Gillo Dorfles.
La mejor propagandista de este territorio de La Mancha neoyorquina es Patti Smith. En su biografía de sus iniciales años de vida de artista, Éramos unos niños –en la que recorre una ciudad drogada, abierta y no sin peligros–, en sus días y noches con Robert Mapplethorpe y toda esa tribu con la que estaban reinventando Manhattan, se describe como una joven poeta que al estilo Al este del Edén –vestido azul marino y lunares blancos y un sombrero de paja– entra en El Quijote: “A mi izquierda, Janis Joplin estaba conversando con su banda en una mesa. A mi derecha vi a Grace Slick con Jefferson Airplane. En la última mesa, delante de la puerta, estaba Jimi Hendrix con la cabeza gacha, comiendo con el sombrero puesto delante de una rubia. Había músicos por doquier, sentados en las mesas con montañas de gambas con salsa verde, paella, jarras de sangría y botellas de tequila. Pese a mi asombro, no me sentía una intrusa. El Chelsea era mi casa y El Quijote mi bar”.
No conozco mejor publicidad que la de Patti. En El Quijote siguen, contra el viento y sus molinos, a su aire. Que sigan. Todo esto, y mucho más, lo están contando documentalmente dos españoles que viven en Brooklyn, el periodista Julio Valdeón y el cineasta Iván Córdoba. Algunos modernos de Nueva York siguen bebiendo sangría.
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