Una broma sin ninguna gracia
La sarta de mentiras sobre el 23-F rebasa todos los límites del periodismo

La superchería les debió parecer a algunos seductora. Un golpe de Estado orquestado por los principales dirigentes de ese mismo Estado, junto con el servicio secreto y la mano derecha del Rey, dirigido a convertir a don Juan Carlos en un héroe y reforzar la democracia en España. El argumento venía como un guante a los que ahora tratan de enfrentar al pueblo con las élites: ¿qué mejor prueba que un golpe organizado por quienes iban a ser sus beneficiarios?
Naturalmente, todo era falso. Así lo explicó el conductor del programa, Jordi Évole. Cuesta entender quién ha salido ganando con esta sarta de embustes, enjaretados en un guion apoyado en intervenciones de políticos y periodistas que aportaban detalles sobre la trama conspiratoria, mientras conspicuos golpistas —Jaime Milans del Bosch, Alfonso Armada, Antonio Tejero— quedaban reducidos al papel de obedientes actores en los papeles marcados por los conspiradores en jefe.
Habrá quien defienda la modernidad de reírse de la propia historia. Orson Welles se inventó La guerra de los mundos, otros falsificaron los Diarios de Hitler y algunos creen cierto que el hombre no ha llegado a la Luna. Varios de estos fraudes grotescos sirven de coartada para prolongar las más febriles teorías. Otros consideran el programa del domingo como una broma en la que solo pudo caer algún obtuso, porque los demás tenían que comprender desde los primeros minutos que se trataba de un formidable derroche de ingenio creativo. Como si una audiencia de 5,2 millones de personas —se dice pronto— tuviera la obligación de estar en el secreto de los dioses, en vez de ejercitar su derecho a que les cuenten hechos ciertos y no inventos.
La intentona golpista del 23-F mantuvo con el corazón en un puño a muchos de los españoles de 1981, que se jugaron las libertades recién recobradas después de 40 años de dictadura. Reírse de ello tiene muy poca gracia. La ficción ha dado al mundo magníficos relatos en forma de novelas, películas y programas; pero la modernidad aplicada al periodismo no puede llegar a confundir mentiras con verdades.
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