La obsolescencia programada ¿nos hará también obsoletos?


Idear una vida breve para electrodomésticos y otros bienes manufacturados es una estrategia industrial para mantener vivo el consumo y, por lo tanto, las ganancias. Dejando a un lado las connotaciones éticas de esas prácticas empresariales, ¿podría esa misma estrategia que ha terminado con zapateros remendones, modistos y mercerías acabar también con nosotros?
Un par de párrafos de la novela Las correcciones de Jonathan Franzen (Editorial Salamandra y traducción de Ramón Buenaventura) ilustran exactamente lo que intento decir. Al Lambert, el patriarca enfermo de la familia protagonista, baja al sótano y abre una caja de cartón para sacar una ristra de luces de Navidad, que huelen a moho. En cuanto desenrolla la bobina y la enchufa se da cuenta de que algo no funciona: al final hay un tramo pequeño de bombillas muertas.
“Se le hizo evidente lo que esperaba de él la modernidad. La modernidad esperaba que se metiera en el coche y que fuese a una gran superficie a comprar una ristra nueva. Pero las grandes superficies estaban abarrotadas de gente en esa época del año: tendría que hacer colas de veinte minutos. No era que le molestara esperar, pero Enid [su mujer] no le permitiría coger el coche, y a Enid sí que le molestaba esperar. Estaba arriba, flagelándose con la adaptación de la casa a los festejos navideños.
Era mejor mantenerse lejos de su vista, pensó Alfred, en el sótano, y trabajar con lo que buenamente tenía. Ofendía su sentido de la proporción y del ahorro tirar a la basura una ristra de luces que estaba bien en un noventa por ciento. Ofendía su sentido de su propia persona, porque Alfred era un individuo de una época de individuos, y una ristra de luces era, como él, algo individual. Lo de menos era cuánto hubiesen pagado por las luces, poco o mucho: tirarlas era negar su valor y, por ende, en general, el valor de los individuos; incluir voluntariamente en la calificación de basura un objeto que no es basura, y a uno le consta que no lo es.
La modernidad esperaba esa designación, pero Alfred se resistía”.
El tipo de comercios que prolifera en nuestras ciudades, y el tipo de mercancía que venden porque la compramos, no invita a pensar en mucha resistencia. Con las baraturas y apelando a nuestra pereza y a nuestro bolsillo se nos podría estar escapando algo imposible de comprar: la dignidad.
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