Lecciones en el Grand Taxi de Abderrahim

Autor invitado: Pablo Cerezal* (texto y fotos)
“Viajar en Metro es edificante. Cuántas tiernas escenas te regala el viaje”. Esto me decía yo, hace unos años, cuando cualquier trayecto en el suburbano se trufaba de cotidianas muestras de comunicativa solidaridad entre los viajeros. “Siéntese aquí, por favor”, con sincera sonrisa orientada a un anciano o embarazada. “¡Qué guapa es la pequeña!, ¿de dónde sois?”, a una inmigrante senegalesa cargada de bebé y bártulos. “Parece interesante el libro...”, “Sí, es muy bueno, te lo recomiendo”, entre dos lectores y con amable gesticulación de por medio.
Hoy los tiempos han cambiado y el desplazamiento en Metro es como atravesar un campo de minasen el que la individualidad más estricta separa a unos viajeros de otros y miradas de odio o recriminación recorren el espacio móvil del vagón.
En Marruecos no hay Metro. Tampoco Métropolitain, por si alguien duda de la terminología idiomática. No existen los viajes suburbanos en Marruecos. Todos los desplazamientos se suceden en tierra firme. Y, créanme, son numerosos los periplos que emprende a lo largo del día el marroquí de a pie. Tantos que la pequeña flota de autobuses de cualquier ciudad mediana (las únicas que cuentan con este medio de transporte) suele verse colapsada por las masivas afluencias de público, especialmente en las horas punta que, en el vecino país, se distribuyen sin disciplina horaria a lo largo de las veinticuatro horas del día. Quizás sea este uno de los motivos por los que la mayoría de ciudadanos elige el taxi como medio de transporte. Y encontramos dos tipos en Marruecos. El Petit Taxi, lo más similar al que invade las calzadas de nuestra geografía, con cuentakilómetros y habitáculo interior reducido a su ocupación por un máximo de tres pasajeros. Y el Grand Taxi, generalmente vetustos Mercedes sedán en los que, amén del conductor, se da cabida a seis pasajeros. Son, estos últimos, los más utilizados, reservándose los anteriores, generalmente, a turistas u oriundos bien situados económicamente.
Abderrahim Atmani es dueño de uno de los Grand Taxis que circulan por la ciudad de Meknés. Su horario laboral no se atiene a norma alguna y, generalmente, pasa la jornada al volante de su desastrado vehículo, intentando hacer acopio del dinero suficiente para poder pagar a su familia el condumio del día siguiente.
Los precios de un trayecto en Grand Taxi, siempre que se desarrolle dentro del perímetro urbano, varían entre tres y cinco dirhams (entre 25 y 45 céntimos de euro, aproximadamente). Pero los hay, también, que recorren largas distancias entre distintas ciudades. En este caso los precios se incrementan, pero continúan siendo ridículamente módicos para estándares europeos. Abderrahim no viaja entre ciudades. Su ruta habitual es la que enlaza el barrio de Al Mansour, ya en los límites de la ciudad antigua, con la Vieja Medina, unos seis kilómetros por los que cobra cuatro dirhams a cada pasajero.
Hoy monté en el taxi de Abderrahim. Como suele ser habitual, más si eres el primero de los viajeros que sube al vehículo, me tocó esperar a la ocupación de las otras cinco plazas. En vista de que tal cosa podía representar un tiempo estimable, decidí compartir con el conductor un cigarro y algún breve comentario.
Había madrugado el taxista, confiaba en que la Feria de Artesanía de la Medina le reportase hoy importantes dividendos en función del seguro éxodo de la población, en masa, hacia el corazón de la ciudad antigua, para brujulear entre los puestos y adquirir hermosos tajines o pequeñas lámparas de aceite, un suponer. Pero el día había comenzado mustio y Abderrahim, de momento, sólo había realizado tres viajes. Él no desfallecía y, confiando en que mi presencia fuera un augurio de buena fortuna, aceptó el cigarro que le ofrecí, me propinó un potente abrazo y susurró varias veces inshallah, inshallah, después de que le hubiese asegurado yo que la jornada mejoraría.
Al poco llegó una avejentada madre, con una pequeña criatura firmemente aferrada a la pechera de su caftán, y tomó asiento en el puesto del copiloto. Es la manera más cómoda de viajar si llevas un niño contigo, ya que éste, aunque contabiliza como un adulto más, puede ser asentado en el regazo y gozar así de un amplio y cómodo espacio. Cuando dos adultos tienen que ocupar dicho puesto, podéis imaginar que la unión entre ambos cuerpos es más propia de una escena de lúbrica pasión que de una mera y transitoria situación de desplazamiento. Afortunadamente los cuerpos de los marroquíes suelen ser magros y de escaso volumen graso, lo cual permite mejor el “acoplamiento”.
Al cabo de un cuarto de hora, el taxi de Abderrahim ya está completo y se dispone a partir camino de la Medina. Yo he decidido tomar asiento en última posición, y mi cuerpo se ve embutido entre las costillas de un anciano beréber y la punzante manivela que se sitúa en el portón trasero, a efectos de abrir una ventanilla definitivamente clausurada en tiempos ya olvidados. A la izquierda del anciano se sientan dos jóvenes que intuyo estudiantes por la cantidad de libros que portan entres sus piernas. Ni que decir tiene que el aroma en el interior del vehículo es todo menos refrescante. No podrían sufragarse los marroquíes que deciden pagar 50 céntimos de euro, para el desplazamiento más importante de su jornada, una de esas aguas de colonia baratas que, en nuestro país, ocupan las estanterías de los centros comerciales más populares. Nada que decir de los perfumes de renombre con que tanto nos gusta decorar nuestro sistema olfativo.
Aparte la evidente incomodidad, el viaje se convierte en una experiencia cuanto menos enriquecedora. Al poco de arrancar, basta que el anciano beréber dirija unas palabras a la mujer del niño para que ésta responda y se unan a la conversación los dos estudiantes. Abderrahim permanece atento al caos circulatorio y sólo musita, de tanto en tanto, un cavernoso waha (algo así como “claro, ¡de acuerdo!). Yo, como es lógico dado mi aún escaso conocimiento del dariya en que se comunican los marroquíes,decido permanecer en silencio, y cambio la orientación de mi vista de las calles que, afuera, se suceden a velocidad de crucero, a los rostros de los pasajeros del interior del taxi. A mitad de camino, Abderrahim hace un viraje ciertamente arriesgado y detiene el automóvil junto a una bocacalle hacia la que se dirigen los dos estudiantes, una vez han salido del vehículo y se han despedido de sus compañeros de viaje.
Ya en el descampado que hace las veces de parking, a la entrada de la Medina, bajamos el resto de ocupantes del destartalado carruaje. Comprendiendo que Abderrahim aún tardará unos minutos en que su taxi se ocupe para el viaje de regreso, y teniendo en cuenta que dispongo yo de tiempo suficiente (en Marruecos siempre hay tiempo) decido invitarle a otro cigarro y charlar con él un rato(afortunadamente tiene los conocimientos suficientes del idioma francés que permitan nuestro diálogo).
Le pregunto por la conversación que se ha mantenido, durante el trayecto, entre los ocupantes del coche. Y el bueno de Abderrahim comienza a relatarme, de forma grácilmente narrativa, el coloquio que se ha desarrollado en el interior de su taxi durante nuestro breve recorrido (nunca me dejará de sorprender la capacidad de la mayoría de marroquíes para convertir cualquier sencilla anécdota en ágil narración).
Parece ser que la conversación se inició al preguntar el anciano beréber, a la mujer acomodada en el asiento del copiloto junto a su retoño, por el lugar de procedencia de ésta. Ella le ha explicado al abuelo que es originaria de Meknés, y éste se ha sorprendido porque asegura que el niño tiene rasgos auténticamente beréberes, que parece un “hijo de la montaña”. Antes de que la mujer haya podido explicar que su marido sí procede de Zayán, un pequeño poblado de la región de Jenifra, en el AtlasMedio, uno de los dos estudiantes ha comenzado a explicar que los rasgos auténticamente beréberes son distintos, dudando incluso del origen verdaderamente beréber del anciano, a lo cual éste ha respondido desgranando con orgullo lo que podríamos considerar su heráldica familiar. Con un abortado inicio de carcajada, el estudiante le asegura que la mezcla de sangres comenzó ya en el siglo VII, con el advenimiento de las tropas Omeya, y el viejo bendice al estudiante, y la ciencia, y el progreso y asegura que ellos, los estudiantes, son el futuro del país. Es cuando el otro estudiante, que hasta el momento se había limitado a apoyar las observaciones de su compañero, les recuerda a todos que el progreso está bien pero que no existirá si dejamos de lado las enseñanzas del Profeta, y lo que tiene visos de derivar en discusión teologal, se arrastra sin remedio hacia la sonrisa y la más pura hilaridad, al exclamar el anciano que Mahoma nunca negó el progreso y replicarle el estudiante que quizás deba repasar sus apuntes ya que cree recordar un hadiz del profeta en que éste clama contra los que pretenden acelerar el cambio sin prestar atención a la tradición. “Sí, debes estudiar más”, ha exclamado el abuelo entre carcajadas. También sonriendo, el piadoso estudiante ha exhibido un pequeño volumen recopilatorio de hadices por el que se ha interesado su compañero proponiéndole a aquél un intercambio de libros, su compendio de hadices a cambio de un interesante tratado de sociología que él porta y en el que encontrará interesantes datos sobre la evolución de la sociedad marroquí en el período Omeya y cómo éste influyó en la transformación de las costumbres religiosas más arraigadas en tierras magrebíes. Es entonces cuando ambos indican a Abderrahim su necesidad de bajar del automóvil en la siguiente esquina y cuando se escuchan, nuevamente, mientras salen del vehículo, las bendiciones del anciano que, reincorporado el taxi al flujo circulatorio, vuelve a interpelar a la mujer acerca de su origen y, al momento, se disculpa “qué mala memoria, ya casi lo había olvidado, ay, los estudiantes son nuestro futuro, ¿no cree?, y su pequeño ¿no va a la escuela?”. La mujer responde que ya le gustaría que el niño pudiese asistir con cierta asiduidad al colegio, pero que los inevitables gastos diarios para el sostenimiento de la familia le impiden algunos meses pagar la escuela del pequeño. “De hecho este mes no podrá asistir, voy a la feria para gastar mi último puñado de dirhams en un nuevo tajín, al haberse resquebrajado el único que tenía para preparar el cuscús de los viernes”, y es ese pequeño desembolso el que le impedirá juntar dinero suficiente para el pago de la educación de su hijo. Es entonces que el anciano se ofrece sinceramente a sufragar parte del gasto. La mujer niega. Él insiste. Ella niega. Él vuelve a insistir y, ya acariciando el taxi la pista de arena del parking de la Medina, le dice a la mujer que no se va a escapar ya que la seguirá hasta la Feria y pagará el tajín que ella elija. Al fin y al cabo no puede negar en público la decisión de un venerable anciano, y él no necesita mucho dinero para alimentar su magro cuerpo.
Han bajado del vehículo y se han encaminado hacia la Medina enlazados en cordial charla, como si de padre e hija se tratase. Abderrahim ha consumido en mi compañía el cigarro, dándome cuenta de toda la conversación. Cuando voy a despedirme de él, recoge la manga de su chilaba, mira su decrépito reloj de imitación, y diciéndome que puede tomarse un descanso me invita a tomar té en un tugurio cercano.
Ya dije: no tengo prisa. Qué mejor plan que compartir un té con Abderrahim, el taxista. Quizás le relate yo ahora cómo son los viajes en Metro, en mi país, ahora que comprendo que mucho hemos progresado con los estudios y avances que bendecía el anciano beréber y que sea quizás este avance o aprendizaje el que haya variado las costumbres de los ciudadanos durante sus viajes en el suburbano, que quizás el progreso haya traído a nuestras mentes la feroz individualidad de que hacemos gala, y que tal vez debiésemos desaprender lo aprendido y retornar a los viajes que, antaño, en el Metro, convertían el vagón en una algarabía de fraterna comunicación muy similar a la que acabo de presenciar en el interior del taxi de Abderrahim.
(*) Pablo Cerezal, escritor, viajero, colaborador en distintas ONG y profundo conocedor de Marruecos. Acaba de publicar su primera novela, Los Cuadernos del Hafa, cuya fascinante historia transcurre en el país vecino, y mantiene activo el blog Postales desde el Hafa, así como colaboraciones literarias y de crítica cinematográfica en diversos medios online.
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