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Las chicas sacan cada vez más ventaja a los chicos en educación: “Para algunos, estudiar resta masculinidad”

Los expertos advierten de que se está creando una “infraclase” social de jóvenes muy poco formados, con un sombrío futuro laboral y especialmente vulnerables a los discursos ultras

Examen de la convocatoria extraordinaria de la Selectividad, en julio, en la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Complutense de Madrid.
Ignacio Zafra

Puestos unos detrás de otros, los datos abruman. A pesar de que nacen menos niñas que niños, un desequilibrio que tiene su raíz en la adaptación evolutiva humana y hace que en las etapas de enseñanza obligatorias, Primaria y ESO, haya un poco más de chicos (51,5%) que de chicas (48,5%), pasado ese punto las alumnas superan a los alumnos en casi todos los indicadores educativos. Y lo hacen cada vez más. Repiten menos (6 puntos). Se gradúan más en Secundaria (7 puntos). Cursan más Bachillerato (7 puntos). Van más a la universidad (representan el 56,8% frente al 43,2% de los alumnos, una diferencia 2,5 puntos mayor que 10 años antes). Y, una vez en las facultades, se titulan más (60,9%-39,1%). Los chicos son mayoría en Formación Profesional. Pero su predominio, enorme en el Grado Básico ―un programa pensado para que los chavales que van mal terminen la ESO―, se reduce en el Grado Medio y casi se difumina en el Grado Superior.

Los alumnos conservan ventaja en el ámbito de las matemáticas (y por extensión, en las titulaciones técnicas). Pero esta es cada vez menor. Entre 2009 y 2022 las alumnas españolas redujeron a casi la mitad los 19 puntos que los chicos les llevaban en el examen de matemáticas del Informe PISA, la gran evaluación internacional que organiza la OCDE. En ese mismo periodo, los estudiantes solo recortaron un 14% los 29 puntos de ventaja que ellas les llevaban en habilidad lectora. Unos y otras han reducido su tasa de abandono escolar temprano ―el porcentaje de la población de 20 a 24 años que tiene, como mucho, el título de la ESO y no está estudiando― en las últimas dos décadas. Pero ellas lo han hecho, proporcionalmente, más. El abandono de las chicas está ahora en el 10% y el de los chicos, en el 15,8%. Los chavales representan, además, el 72% del alumnado diagnosticado oficialmente con Trastorno de atención.

Sin ese vuelco educativo respecto a la situación de hace unas décadas no habría sido posible el cambio que se ha producido en el mercado laboral. La brecha salarial por hora trabajada en España se ha reducido a la mitad desde principios de siglo (hasta el 9,4% en 2022), y virtualmente ha desaparecido en la franja de edad más joven, la de 20 a 30 años. Ello no significa, sin embargo, que las mujeres no sigan sufriendo una fuerte desigualdad.

Si se comparan los salarios de forma ajustada, es decir, con hombres y mujeres de características similares (incluido el nivel educativo), la brecha permanece casi estancada desde 2014 en el 10%, señala Ángel Martínez, de Analistas Financieros Internacionales (AFI), que apunta como motivos al injusto reparto de los cuidados en el ámbito familiar y a la penalización que imponen las empresas al hecho de que ellas concilien más.

El elevado nivel de fracaso escolar masculino ―uno de cada seis jóvenes de 20 a 24 acabó como mucho la secundaria, y ese porcentaje es aún mayor en las franjas de edad inmediatamente superiores― implica el riesgo de que se consolide una especie de “infraclase formativa”, advierte el sociólogo Miquel Àngel Alegre, en un contexto en el que, a diferencia de lo que sucedía hace unas décadas, España ofrece muy pocas oportunidades de trabajo para personas sin cualificación. O las ofrece solo en sus modalidades más precarias.

Además de afrontar un futuro sombrío, estos jóvenes resultan especialmente vulnerables a los “discursos de agravio” de corte neomachista que responsabiliza de su situación al feminismo, arrastrándolos a posiciones políticas de extrema derecha, alerta el politólogo Oriol Bartomeus. Un tipo de mensaje, difundido por influencers ultras a través de las redes sociales, que tienen “una penetración muy fuerte entre los chicos de 14 a 25 años”, añade.

Diferencias biológicas en la adolescencia

¿A qué se debe la disparidad en los resultados académicos de chicas y chicos? ¿Y cómo debería actuar el sistema educativo para reducir el fracaso de los segundos?

Los especialistas señalan, respecto a la primera pregunta, que hay una base biológica, pero que es pequeña, y sobre la misma se erigen grandes estructuras culturales que tienen una influencia mayor. El biólogo y experto en neuroeducación David Bueno destaca que, por término medio, las chicas maduran un poco antes que los chicos. Y que el desarrollo que experimentan ambos durante la adolescencia ―la etapa en la que “ensayan para ser adultos” y en la que se concentra el fracaso escolar― está condicionada por los cambios físicos y cerebrales que experimentan. Las chicas tienen un poco más de oxitocina, una neurohormona que ha sido descrita como “la hormona de la socialización”. “Eso supone que van a tender a ensayar más la socialización que los chicos, porque es lo que les pide el cerebro”, dice Bueno.

Los chicos, por su parte, tienen un poco más de testosterona. Ello, sumado a un mayor desarrollo, en términos generales, de la musculatura, les lleva en mayor medida a “intentar sobresalir respecto a los demás, es algo muy biológico”. Debido a esos cambios, los chavales tienen una mayor propensión “a la actividad física, a moverse” ―lo que no quita que a las chicas también les guste el deporte, ni que los chicos adolescentes no tiendan a la socialización―, y a buscar “juegos competitivos, donde puedan destacar o medirse con sus compañeros y compañeras”.

Un choque de dos grandes estructuras

Las diferencias son sutiles, prosigue Bueno, mucho menos pronunciadas que en otras especies animales. Pero sobre ellas opera una socialización y unas fuerzas culturales que dan lugar a unas divergencias en el comportamiento entre chicos y chicas “que no son en su origen biológicas, pero en cierta forma acaban siéndolo porque quedan implantadas en el cerebro”.

La socióloga de la educación Aina Tarabini señala que el mayor abandono escolar de los chicos ―que no es de todos los chicos, subraya, sino que se da más en clases sociales precarizadas, en chavales de origen migrante y que se distribuye desigualmente según el tipo de centro educativo― debe analizarse en el marco de cómo se construyen las identidades masculinas y femeninas. Y en el choque de dos grandes estructuras de poder: el patriarcado y la cultura escolar. “El patriarcado construye una forma de masculinidad dominante, competitiva, fuerte, individualista, que a menudo tiende a extender la idea de una supuesta mayor inteligencia innata de los chicos, pero al mismo tiempo más perezosa, menos pulcra. Unos discursos que atraviesan los medios de comunicación, la socialización familiar y escolar, los grupos de iguales, y que crean identidades”. Enfrente, por su parte, “la cultura escolar dominante premia la obediencia, la constancia, la pulcritud”. Y ese encontronazo, continúa la profesora de la Universidad de Barcelona, “genera un conflicto de identidades en algunos perfiles de chicos para los que estudiar resta masculinidad”.

La solución, agrega, pasa por transformar la cultura escolar con de una mirada feminista, “que genera mayores posibilidades de ser para todos y para todas, y amplía el significado de qué quiere decir ser buen estudiante”.

La cultura escolar premia actitudes prototípicamente femeninas

“La escuela”, prosigue Miquel Àngel Alegre, sociólogo y director de proyectos de la Fundació Bofill, “ha sido tradicionalmente un espacio de valorización de actitudes o aptitudes prototípicamente asignadas al género femenino. La capacidad de planificación, de adaptación, de cuidado, de apoyo, de trabajo en equipo, de autonomía, también de docilidad”. Todas ellas, dice Alegre, están muy alineadas con la cultura escolar y son en cierto sentido opuestas a otra serie de actitudes prototípicamente masculinas: “A las típicas etiquetas con las que nos referimos con frecuencia a los chicos en clase: son más movidos, desafiantes, indisciplinados, competitivos, tienen actitudes inmaduras, etcétera”. “Mi hipótesis es que esto, que siempre ha sido así, cada vez lo es más. Esos roles tradicionalmente femeninos cada vez encajan mejor en la cultura escolar, y se bonifican más. Y lo contrario ocurre con las actitudes prototípicamente masculinas”.

El sociólogo resalta que al hablar de competencias o actitudes prototípicamente femeninas o masculinas no quiere decir que sean algo innatas a ellas o ellos, sino algo “que la sociedad reproduce y que también reproduce el sistema educativo”. “Más allá de los contenidos curriculares o los libros de texto, que se han ido depurando bastante, existe todo un currículo oculto, que es el que se construye a través de la relación cotidiana en el aula, y que de alguna manera va construyendo esas competencias prototípicamente de chicos y de chicas”, afirma.

Desafiar al profesor

A ras de aula, Isabel Saturno, directora del instituto público Sanje, en Alcantarilla (Murcia), ve algo parecido a lo que apuntan los expertos. “En términos generales, las chicas tienen mejor comportamiento y más interés por los estudios, bastante más. No sé a qué se debe. Quizá nosotras tenemos más interiorizado el concepto de autoridad y de respeto. Hacia el padre, la madre, el profesorado…”. Daniel, que está cerca de cumplir 15 años y en septiembre empezará cuarto de la ESO en un instituto público de Valencia, afirma, por su parte, que las chicas “de normal, están más atentas en clase, hablan menos, y si hablan, en cuanto el profesor les dice que paren, suelen parar y no vuelven a hablar. Entre los chicos no es tanto así”. Entre ellos, opina, sacar buenas notas o ser estudioso no es algo que necesariamente dé puntos. Y en cambio, “que un chico desafíe al profesor delante de toda la clase puede generar respeto, porque no todos son capaces de hacerlo; admiración igual no, pero se le reconoce carácter”, añade.

Las soluciones educativas a la masculinización del fracaso escolar no son fáciles, advierten los expertos, porque buena parte de la construcción de los roles de género tienen lugar más allá de las paredes de la escuela. Pero sí hay varias cosas que el sistema puede hacer. Para empezar, señala Lucas Gortazar, director de Educación en EsadeEcPol, no ser tan rígido con el itinerario de la ESO: “Debería haber un sistema de excepciones más claro que los docentes y centros educativos aplicaran con mayor flexibilidad”. Ya existen programas, como la FP Básica y la diversificación curricular ―que adapta los contenidos y agrupa las materias―, que han demostrado su eficacia para evitar el fracaso escolar, y en los que se matriculan, sobre todo, chicos de familias de clase trabajadora, con una sobrerrepresentación de los de origen extranjero. Pero en sus mejores versiones implican un número reducido de chavales por aula y profesorado especialmente motivado para la tarea. En otras palabras, más recursos.

También puede ayudar, sigue Gortazar, un tipo de enseñanza más competencial. Algo que sobre el papel ya prevé la actual legislación educativa, pero que en la práctica, debido a que los cambios en la práctica docente requieren tiempo, y a que los currículos han mantenido una enorme cantidad de contenidos, avanza despacio.

Que el profesorado crea en estos alumnos

Ese enfoque más competencial, que supone que además de contenidos la escuela dedique más esfuerzos a que los estudiantes adquieran otro tipo de habilidades y destrezas, debería aplicarse, plantea Miquel Àngel Alegre, en dos sentidos. Por una parte, reforzando para el conjunto del alumnado las competencias “socioemocionales y metacognitivas en las que, en principio, se puede pensar que las chicas tienen más ventaja que los niños”. Como la capacidad de planificarse, de autorregulares, de ser autónomos, o si se quiere, de autodisciplina. Y por otra, “incorporando competencias más asociadas tradicionalmente a los varones de clase trabajadora, como pueden ser las profesionales”. Es decir, “desacademizar un poco la ESO y profesionalizarla un poco más”, a través de unas competencias relacionadas normalmente con la tecnología, afirma el sociólogo. Y, a la vez, incorporar a la forma de plasmar las clases más actividades que utilicen ejemplos “muy cercanos al día a día y a las vivencias tanto de los chicos como de las chicas”.

Gortazar y Alegre coinciden en un último factor que puede ayudar: elevar las expectativas de los docentes sobre lo que los alumnos que son, de entrada, menos académicos o más disruptivos con la disciplina académica, son capaces de conseguir. “Es decir, que crean más que también los niños movidos, indisciplinados, más liantes, más provocadores, más físicos, pueden tener perspectivas de éxito educativo”, dice Alegre, trabajándolo tanto en la formación inicial (universitaria) del profesorado como en la continua. El fundamento de ello es que la investigación ha mostrado ―en lo que se conoce como efecto Pigmalión, por el mito del rey griego que se enamoró de Galatea, la estatua que había esculpido, y esta acabó cobrando vida― que las altas expectativas de un docente sobre lo que un estudiante puede conseguir influyen positivamente en sus posibilidades de lograrlo.

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Sobre la firma

Ignacio Zafra
Es redactor de la sección de Sociedad del diario EL PAÍS y está especializado en temas de política educativa. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia y Máster de periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid y EL PAÍS.
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