Tecnología y bien común
No se trata de frenar la innovación, sino de dirigirla hacia donde más se necesita: las personas y la equidad

Al hablar de tecnología, es habitual pensar en dispositivos, máquinas, algoritmos o sistemas digitales que facilitan la vida cotidiana. Pero la tecnología es mucho más que eso: es el conjunto de conocimientos, herramientas y procesos que las sociedades desarrollan para transformar su entorno y mejorar sus condiciones de vida. Desde la invención de la rueda hasta la inteligencia artificial (IA), la tecnología ha sido un motor fundamental del progreso humano. Sin embargo, ese progreso no siempre ha sido equitativo ni sostenible, y por eso precisamente quiero reflexionar sobre la relación entre el desarrollo tecnológico y el bien común. El concepto de bien común alude a aquello que beneficia a todos, a los bienes materiales e inmateriales que sostienen la vida en comunidad: la salud, la educación, la justicia social, el medio ambiente, la cohesión democrática. El bien común no es solo una aspiración ética, sino un objetivo político y social que orienta el desarrollo colectivo hacia la inclusión y la dignidad compartida.
La relación entre tecnología y bien común parece, a primera vista, evidente. ¿Acaso no desarrollamos nuevas herramientas para mejorar la vida de las personas? El sentido común nos diría que cada avance técnico debería contribuir al bienestar general. Pero la historia nos enseña que no siempre ha sido así. La revolución industrial trajo prosperidad, pero también desigualdades abismales y explotación laboral. La energía nuclear ofreció una fuente casi inagotable de electricidad, pero también el riesgo de destrucción masiva. Internet democratizó la información, pero abrió la puerta a nuevas formas de manipulación y control. En definitiva, la tecnología no es buena ni mala por sí misma; es un instrumento, sin duda potente, pero su impacto depende del marco ético, social y político en el que se desarrolla y se utiliza. El desafío, entonces, no es solo innovar, sino decidir colectivamente al servicio de quién y de qué valores ponemos la innovación que da lugar al desarrollo tecnológico.
Hoy vivimos un momento de desarrollo tecnológico sin precedentes. La IA, la biotecnología, la robótica o la computación cuántica están transformando todos los ámbitos de la vida humana a una velocidad vertiginosa. Este contexto nos brinda una oportunidad única para orientar ese desarrollo hacia el progreso social inclusivo. Nunca antes habíamos tenido tantas herramientas para mejorar la salud, ampliar el acceso a la educación, facilitar la formación permanente de las personas trabajadoras y mejorar sus condiciones laborales. La tecnología puede ayudarnos a anticipar enfermedades, personalizar los aprendizajes, automatizar tareas repetitivas y liberar tiempo para la creatividad y el cuidado. En este sentido, el potencial de la IA es enorme: puede ser un auténtico acelerador de bienestar colectivo, siempre que sepamos gobernarla con criterios éticos y democráticos. No se trata de frenar la innovación, sino de dirigirla hacia donde más se necesita: hacia las personas, hacia la equidad, hacia la sostenibilidad.
Sin embargo, la gran pregunta es si estamos aprovechando realmente esta oportunidad que el presente nos ofrece. Yo diría que la respuesta depende mucho de quien la conteste, pues hoy se enfrentan dos grandes visiones: la de los tecnooptimistas y la de los tecnopesimistas. Los primeros confían en que la tecnología, por su propia dinámica, acabará resolviendo los grandes problemas de la humanidad: el cambio climático, la pobreza, las enfermedades. Ven en la IA, en la automatización o en la digitalización global un camino inevitable hacia una mayor eficiencia y bienestar. Los segundos, en cambio, advierten de los riesgos de una dependencia creciente, de la pérdida de empleos, de la concentración del poder en manos de unas pocas corporaciones tecnológicas y de la erosión de la privacidad y la autonomía individual. Señalan que los algoritmos pueden reproducir prejuicios sociales, que la vigilancia digital amenaza derechos fundamentales y que la promesa de eficiencia a veces oculta una precarización del trabajo y un debilitamiento de los lazos comunitarios.
Ambas posiciones reflejan verdades parciales. La tecnología puede ser emancipadora o alienante, inclusiva o excluyente. Puede reducir desigualdades o multiplicarlas, según quién la diseñe, cómo se regule y con qué propósito se despliegue. No se trata, por tanto, de elegir entre entusiasmo o miedo, sino de asumir una responsabilidad colectiva sobre su rumbo. Lo decisivo no está en la máquina, sino en las decisiones humanas que la rodean: quién la programa, con qué fines, bajo qué reglas y con qué mecanismos de rendición de cuentas. La historia demuestra que el desarrollo técnico sin reflexión ética conduce a desequilibrios profundos. Por eso, no basta con celebrar la innovación; hace falta preguntarse a quién sirve, a quién beneficia y, sobre todo, a quién deja atrás. Solo cuando la sociedad en su conjunto participa en ese debate podremos hablar de un progreso verdaderamente compartido.
El futuro no está escrito, se construye desde el presente a partir de las decisiones que tomamos hoy como ciudadanos, como instituciones y como sociedades. Pero creo que es importante alertar de que el actual desarrollo tecnológico no se traducirá automáticamente en un avance del bien común. De hecho, sin deliberación pública y sin compromiso político, podrían acentuarse las desigualdades y las fracturas sociales. Con el objetivo de aportar nuestro humilde granito de arena a estas grandes cuestiones nace Nausika, una iniciativa ciudadana que busca generar un espacio de reflexión, diálogo y acción sobre el rumbo ético y social de la tecnología. Desde Nausika queremos compartir conocimiento y evidencia, promover el debate informado y, en lo posible, incidir en las políticas públicas para orientar la innovación hacia el progreso inclusivo. Creemos que la tecnología debe estar al servicio de las personas y no al revés; que el desarrollo tecnológico solo tiene sentido si amplía las oportunidades de todos y todas. Invitamos, por tanto, a quienes comparten esta preocupación a unirse a nuestras reflexiones e iniciativas, reflejadas en la página web. Porque solo con una ciudadanía activa y crítica podremos garantizar que la tecnología, lejos de ser un fin en sí misma, se convierta en una auténtica herramienta de bien común.
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