Eurobonos 2.0: por qué cada vez más economistas piden que Bruselas emita deuda mancomunada
La errática política económica de Trump ahuyenta a los inversores de Estados Unidos. Muchos economistas sugieren que es el momento para atraer esos capitales y reducir los costes de financiación de los socios comunitarios


Han pasado solo cuatro años, pero parece una eternidad. El 15 de junio de 2021, la Comisión Europea ponía en el mercado su primer eurobono: 20.000 millones de euros que eran mucho más que eso. Su valor simbólico era enorme: ponía así punto final a un larguísimo debate, enconado durante años, en torno a la emisión mancomunada de deuda. Atrás quedaba aquel “¿eurobonos? Por encima de mi cadáver”, entonado unos años antes por la por aquel entonces aún canciller alemana, Angela Merkel. También los constantes nein y niet de Berlín, Viena y La Haya, las mismas capitales que durante años repitieron el dañino y equivocado dogma de la austeridad expansiva —oxímoron entre los oxímoron—, desmentido otra y otra vez por los hechos. La pandemia aún hacía estragos y el riesgo de descalabro económico era algo más que un mal sueño. Había que hacer algo, y los fondos de recuperación —financiados con esos eurobonos— fueron, para alegría de muchos y pesar de unos pocos, la salida elegida para salir del atolladero.
Camino de un lustro después, la realidad es otra. La invasión rusa de Ucrania, iniciada en 2022, ha obligado a la UE a rearmarse y ha generado unas ingentes necesidades de financiación. Las mascarillas son cosa del pasado, pero la economía europea sigue sin carburar: los síntomas son hoy algo mejores que hace un par de meses, sí, pero Alemania y Francia, santo y seña del bloque, continúan abonadas a la atonía. Pero el cambio de guardia en la Casa Blanca, sinsabores comerciales al margen, ha abierto un abanico de oportunidades difícilmente imaginables hace menos de un año. Terreno fértil para los eurobonos, que vuelven a escena con cambio de atuendo: vestidos de oportunidad —y de las grandes— y no de necesidad, como en aquel 2021.
Que es una ocasión de oro se palpa —y se escucha— estos días en Fráncfort y en Bruselas, aunque la oportunidad tenga origen miles de kilómetros al oeste, en el 1.600 de la avenida Pensilvania de Washington. El regreso de Donald Trump, con su ira, su errática política arancelaria y su verborrea contra la Reserva Federal ha puesto el ventilador en Wall Street. Los inversores no han tardado en tomar nota. Los mercados estadounidenses ya no lucen tan atractivos y la tierra prometida parece estar, ahora, en la olvidada Europa. Más envejecida, sí, más aburrida, quizá, pero también mucho más fiable y predecible. Dos atributos que, en estos tiempos, no abundan.
Parte de los dólares que antes iban a mansalva a Wall Street son hoy euros que van a parar —y no precisamente en cantidades pequeñas— a las compañías que integran índices bursátiles como el Dax alemán, el Cac francés o el Ibex español. No solo: los mercados comunitarios de deuda pública también se han subido a la ola, con una inyección que el banco británico Barclays fija en casi 26.000 millones de euros en unos pocos meses. Los centrales, sí, pero también los periféricos: la prima de riesgo española está estos días en su nivel más bajo en 15 años e Italia ha pasado del ostracismo a financiarse al mismo tipo de interés que su vecina Francia. La UE, en fin, juega —por primera vez en mucho tiempo— con las cartas financieras marcadas. Pero necesita un último empujón para poder atraer este ingente volumen de dinero dispuesto a hacer las maletas.
Propuesta
La propuesta más sólida lleva la rúbrica del exjefe de análisis del Fondo Monetario Internacional (FMI) Olivier Blanchard y del economista español Ángel Ubide, director general y máximo responsable de estudios económicos de renta fija global y macroeconomía en el hedge fund Citadel. Pasa, en síntesis, por emitir deuda conjunta con una cuantía máxima del 25% del PIB para que cada país pueda destinar estos nuevos fondos a lo que considere conveniente: a defensa, a infraestructuras, al apuntalamiento de su gasto social o incluso a reducir su propio endeudamiento nacional. Todo, en teoría, a un tipo de interés sensiblemente menor que el que tienen que pagar cuando acuden en solitario a financiarse. Eurobonos, como en 2021, pero a lo grande.
“La demanda está, los inversores internacionales te lo están pidiendo: solo hay que mirar la entrada de dinero reciente en las Bolsas europeas”, desliza Ubide por teléfono. “Cuando hablas con los grandes financieros mundiales, que están en pleno reequilibrio de carteras, la pregunta es clara: ‘¿por qué no hay eurobonos?”. La ansiada autonomía estratégica de los Veintisiete tiene dos requisitos previos: la potencia militar y la potencia financiera. “Y para tener potencia financiera hay que tener, sí o sí, un activo de reserva, fuerte y líquido, que te sirva de ancla: los eurobonos. Si queremos que Europa sea un actor geoestratégico de referencia, necesitamos eurobonos; si queremos que el papel internacional del euro sea otro, mucho mayor, necesitamos eurobonos…”. Son, dice, “la única manera posible” de crear un verdadero mercado europeo de capitales.
“Estamos ante una oportunidad para la UE y para el euro, y no podemos dejarla pasar. O Europa lo hace ahora o no va a demostrar el lugar que quiere y puede ocupar en el mundo”, subraya por teléfono Matilde Mas, catedrática emérita de la Universidad de Valencia y directora de Proyectos Internacionales del IVIE. “Hay que pasar a la acción: los eurobonos no son difíciles técnicamente, el instrumento ya está y el mercado tiene hambre de destinos seguros”. Tanto el dólar como la deuda estadounidense, enfatiza Mas, han tenido un “enorme chollo” durante décadas. Pero eso está terminando con Trump: su grandilocuente One Big Beautiful Bill, ley que recorta impuestos a los ricos, retira ayudas a los pobres y dispara el déficit hasta niveles no vistos desde la pandemia, deja aún más margen para atraer capitales en Europa. “Ahora Alemania vuelve a tener voluntad de endeudarse, y eso ya es mucho”. Solo queda, dice, vencer sus reticencias y permitir, así, que den vía libre de nuevo a los eurobonos. No será fácil.
Buena parte de la resistencia argumental del norte rico, casi siempre tirado por Alemania y Países Bajos, estriba en el llamado riesgo moral: que esas naciones acabaran pagando la fiesta del sur —el dispendio “en alcohol y mujeres”, como llegó a decir, en plena crisis de deuda, el polémico y polemista Jeroen Dijsselbloem, por aquel entonces presidente del Eurogrupo, desatando todas las iras—. Ese flanco retórico, sin embargo, es hoy más débil que nunca: no hay más que mirar el cuadro de crecimiento económico de la eurozona, con el sur tirando del carro. Una tendencia que empezó siendo coyuntural, pero que va camino de ser algo más.
“La oportunidad de captar flujos internacionales es innegable para Europa: EE UU pierde fiabilidad a espuertas, mientras que el potencial de crecimiento europeo es evidente a poco que se activen algunas teclas, como la desregulación, la descarbonización y la unificación del mercado de capitales”, esboza Leopoldo Torralba, economista sénior de Arcano Research. “Los últimos movimientos de Washington han debilitado el dólar y han puesto en cuestión su papel como moneda de reserva. Con eurobonos, el euro conseguiría una mayor preponderancia global”, enfatiza, en la misma línea, Xavier Vives, de la escuela de negocios IESE. “Necesita un mercado de deuda pública sólido y muy amplio; es fundamental poner en circulación un gran activo seguro europeo”. ¿Optimista? “Creo que sí, que algo se va a hacer. La duda, como siempre, es hasta dónde se llegará”.
Muestra de esa ocasión de oro, a la que alude la media docena de fuentes consultadas, es la enorme entrada de dinero a las Bolsas europeas desde el regreso de Trump, siempre volátil, siempre imprevisible. También la potente revalorización acumulada del euro frente al dólar, que vive su peor primera mitad del año en medio siglo. O la subida del Eurostoxx, donde cotizan las principales empresas de la UE, que —contra todo pronóstico— sube con mucha más alegría que Wall Street. Y, cómo no, la bajada en la rentabilidad exigida a los bonos del Tesoro, que se han abaratado con fuerza. En especial, en el arco mediterráneo, a excepción de Francia. Otra prueba, una más, del apetito de quienes antes invertían en EE UU y ahora lo hacen en el Viejo Continente.
Sugerencia de Lagarde
El renovado debate sobre los eurobonos está lejos de ser una cuestión meramente académica. Pese a la falta de ambición de su nuevo Presupuesto, la Comisión Europea acaba de sacar a bailar una idea interesante: un fondo anticrisis de casi 400.000 millones de euros íntegramente financiado con emisiones conjuntas de deuda. También ha permeado en el tuétano mismo del sistema financiero europeo. Fuera, con muchos —y cada vez más— preguntándose a qué esperan los Veintisiete para dar el paso. Y dentro: “Es el momento del euro global, de aprovechar y reforzar su papel en el sistema monetario internacional”, reconocía la presidenta del Banco Central Europeo (BCE), Christine Lagarde, a mediados de junio. No citaba explícitamente este instrumento, pero tampoco caben muchas dudas de a qué se refería: “Debemos actuar con decisión, unidos, para tomar un mayor control de nuestro propio destino”.

Un día después de que la abogada francesa escribiese esas líneas en las páginas de las siempre influyentes páginas salmón del Financial Times, el Eurobanco acogía en su cuartel general de Fráncfort una reunión del grupo de trabajo para el análisis del mercado de bonos. Desfilaban por allí financieros de gigantes como Vanguard, Union Investment o el fondo soberano de Singapur (GIC). Con un tema casi único encima de la mesa —el apetito de los inversores por Europa como alternativa natural a su exposición a los EE UU de Trump— y un mensaje casi único —los tiempos han cambiado y los flujos potenciales rumbo a Europa pueden llegar a ser de hasta 800.000 millones de euros en los próximos años—. “Hay unanimidad sobre el aumento del interés de los inversores extranjeros por los bonos de la eurozona”, se lee en la minuta de aquel encuentro, que —sin nombrarlos— aludía directamente a los eurobonos: “La creación de un activo seguro común, amplio, profundo y líquido, sería más atractivo para los inversores que el statu quo”.
Aún más claro fue, ya en julio, el economista jefe del BCE, el irlandés Philip Lane. “El mercado de bonos alemanes es demasiado pequeño, tanto respecto al tamaño de la eurozona como respecto al del sistema financiero global”, decía a principios de julio ante la flor y nata de la institución, reunida en su consejo de gobierno. Se refería —él sí, explícitamente: nunca ha sido de morderse la lengua— a la hoja de ruta de Blanchard y Ubide en el Peterson Institute: “Aunque la propuesta original [de eurobonos] fue durante la crisis europea de deuda, las condiciones actuales son mucho más favorables”.
Hay, también, voces que bajan el suflé y templan el optimismo. Pese a ver este instrumento “necesario para afrontar todas las transiciones pendientes, sobre todo en energía y defensa”, Carlos Martínez Mongay, ex alto cargo de Economía y Finanzas en el Ejecutivo comunitario, pone encima de la mesa varias “dudas”. Antes de alumbrar eurobonos de nuevo, dice, habría que “cambiar las reglas fiscales” y “avanzar” en tres vías: crear un auténtico sistema tributario federal, y completar las uniones bancaria y de los mercados de capitales. “Va a ser muy difícil vencer las reticencias de los países del norte y que esto vuele”, aventura. El “voluntarismo”, avisa, “no funciona casi nunca en economía: la idea es buena y la necesidad es clara, pero hay que ser realistas, y explicar el reparto de riesgos para convencer a los países más reticentes”. Que siguen siendo legión al norte del Benelux.
“Los eurobonos en genérico no serán fáciles de conseguir a gran escala; no es evidente que este mecanismo se pueda implementar en toda su amplitud”, abunda Torralba, de Arcano. Alemania, argumenta, “querría cierta subordinación fiscal de otros países… y es complicado que estos quieran perder semejante soberanía”.
No será fácil, pero el camino parece trazado. “El momento es ahora. Si no, ¿cuándo?”, zanja retóricamente Ubide. “Si no damos el paso, si no satisfacemos la actual demanda de activos europeos, estaremos cometiendo un gran error… Estaremos renunciando a financiarnos aún más barato, pudiendo dedicar ese dinero a defensa, a investigación y desarrollo (I+D) o a infraestructuras. Y estaremos, de alguna forma, decidiendo que nuestra economía sea menos robusta”, avisa.
Los frugales dejan de serlo
Mayo es, desde 2010, un mes de infausto recuerdo en la Europa meridional. Un terremoto con epicentro en Grecia, que acababa de ser rescatada por la troika —el Ejecutivo comunitario, el BCE y el FMI—, se extendía sin freno al sur de los Alpes y los Pirineos con la entonces sacrosanta austeridad por bandera: el sur, se venía a decir en Alemania, en Países Bajos, en Austria y hasta en Finlandia, debía pagar el pato y los excesos de la década anterior. Un argumento con mucho de moralina y poco de evidencia empírica.
El tiempo pone a todos en su sitio. Y la perspectiva, en fin, ha acabado dando la razón a quienes pensaron —y dijeron— que todo aquello era un exceso cargado de ideología. Que el rigorismo era el camino más corto para el desastre económico: una recesión de caballo, varios años de penurias y una generación en el arcén. Que la austeridad, en palabras de Xosé Carlos Arias, catedrático de Política Económica de la Universidad de Vigo, fue “un error” sin paliativos. Década y media después, recuerda, “todo el mundo serio entiende que fue así”.
El BCE de Mario Draghi tuvo que corregir el rumbo, con compras masivas de deuda que permitieron evitar un fin abrupto del euro y paliar, siquiera parcialmente, la negativa de Alemania y sus aliados a los eurobonos; un velo que terminaría cayendo años después, con la pandemia. El entonces presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, admitió hace tiempo el pecado de la “austeridad irreflexiva” y que se “insultó” a Grecia. Y el FMI, que subestimó el impacto de los tijeretazos. Que se pasó de frenada.
Retórica al margen, con todo, ha sido la guerra de Ucrania —la primera en Europa desde los Balcanes— la que ha acabado de sepultar la austeridad. El nuevo Gobierno alemán, una coalición de conservadores y socialdemócratas liderada por Friedrich Merz, ha liquidado el histórico freno de deuda para redoblar el gasto militar y enfrentar así la amenaza rusa. Y ha anunciado un fondo especial de medio billón de euros para sufragar inversiones en infraestructuras durante una década. Lo más parecido a una enmienda a la totalidad. El más duro de los halcones, el neerlandés Mark Rutte, látigo del sur durante años, ha pasado de defender los recortes a ultranza a —en su reciente condición de jefe de la OTAN— pedir “un gasto significativamente mayor en defensa”. Fuera del euro, incluso Dinamarca —donde hasta la socialdemocracia es frugal— ha dado un giro radical en sus postulados.
“La invasión rusa de Ucrania y el gasto en defensa ha sido lo que ha hecho caer, veremos si definitivamente, la austeridad”, reconoce Arias al otro lado del teléfono. “Pero, a la vez, se está conformando un trilema muy peligroso entre gasto de defensa, el mantenimiento del Estado de bienestar y la necesidad de reducir deuda. Los tres son importantes, y algo habrá que sacrificar. Pero si hay una forma de dar una solución ordenada y no traumática es emitiendo eurobonos”. Si no se da el paso, dice, Europa estará emitiendo una señal “pésima” al resto del mundo.
“Que la cura de austeridad fuera un error, y que así se reconozca años después, no quiere decir que no pueda volver a repetirse”, avisa el también autor de El tiempo es oro. Economía política del nanosegundo (editorial Transforma, 2025). Los adalides de la austeridad, amenaza rusa mediante, han cambiado de parecer. A la fuerza ahorcan.
Siempre hay, con todo, quien no teme volver al pasado, por oscuro que este sea. El primer ministro francés, François Bayrou, acaba de anunciar un tijeretazo presupuestario de 44.000 millones de euros, una reducción de los festivos en dos días al año y la amortización de miles de puestos de trabajo públicos. Con argumentos, para más inri, que recuerdan, y no poco, a los de aquella triste primavera de 2010. Como si nada se hubiese aprendido del austericidio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
