Lady Mariéme Jamme: “Nadie cree en las niñas ni quiere invertir en su talento, y esa falta de fe pesa muchísimo”
Autodidacta y CEO de iamtheCODE, ha convertido los campos de refugiados del África Oriental en el corazón de un proyecto educativo que aspira a formar en programación a un millón de niñas hasta 2030


A Lady Mariéme Jamme se la escucha en voz baja, como si cada frase llevara dentro un recuerdo que le pesa. Nacida en Dakar (Senegal), creció en un entorno de desprotección absoluta, sin escuela, referentes ni esa red mínima de apoyo que debería rodear la vida de cualquier niño o niña. Desde muy pequeña estuvo expuesta a vulnerabilidades extremas y a violencia sexual, una experiencia que la dejó fuera del mundo antes incluso de tener la oportunidad de entrar en él, y sus años de adolescencia en Francia tampoco le proporcionaron el refugio que tanto anhelaba.
Llegó a Reino Unido sin estudios, sin idioma y sin lugares donde apoyarse, y durante años encadenó trabajos de limpieza en casas, bares y restaurantes mientras intentaba volver a ponerse en pie. Lo que vino después fue una forma silenciosa de rebelión: aprendió a leer, a escribir y, finalmente, a programar desde una biblioteca pública en Surrey. No fue una historia de superación al uso, sino una reconstrucción paciente y obstinada, hecha desde un lugar donde casi no quedaba nada. Levantarse, para ella, no era un gesto épico; se trababa de sobrevivir un día más y de aprender algo que la acercara a un futuro posible.
Quizá por eso emociona conversar con ella en el marco de WISE 12, la cumbre mundial de innovacion educativa celebrada en Doha (Catar) los días 24 y 25 de noviembre. Cuando se le sugiere que iamtheCODE, además de una misión educativa, es también un acto íntimo de reparación hacia la niña que ella no pudo ser, Jamme aparta la mirada, respira hondo y sus ojos se humedecen antes de asentir. Hoy, además de liderar esta fundación, es una empresaria y consultora reconocida por su trabajo en innovación y por su defensa de la alfabetización digital de las niñas. Su historia ayuda a entender por qué lidera una de las iniciativas educativas más singulares del continente africano.
Fundada en 2017, iamtheCODE se presenta como el primer movimiento global liderado desde África para impulsar la educación de niñas y jóvenes en disciplinas STEAMD (Ciencias, Tecnología, Ingeniería, Artes, Matemáticas y Diseño, por sus siglas en inglés). Su presencia, globalizada tras la pandemia, llega ya a 89 países, con programas que operan en realidades muy diversas: desde barrios vulnerables y comunidades rurales hasta campos de refugiados y alianzas institucionales en contextos urbanos. Su objetivo declarado —formar a un millón de niñas en programación antes de 2030— explica la urgencia con la que Jamme habla de futuro, de dignidad y de oportunidad.

Pregunta. Cuando mira hacia atrás, ¿hubo algún momento en que entendiera que la educación no solo era un camino para usted, sino un salvavidas para miles de niñas?
Respuesta. Me di cuenta de la importancia de la educación el día que fui a una biblioteca y vi que, cuando abría un libro, no podía leer ni entender el inglés. Pero aún así, iba y miraba una y otra vez las palabras. Hasta que un día el bibliotecario me dijo que podía llevarme el libro a casa. Fíjate que yo no sabía ni cómo funcionaba una biblioteca, ni que me lo podía llevar dos semanas. Así que lo hice y me sentaba en casa, no a memorizar las palabras, pero sí a mirarlas constantemente, porque comprendía que necesitaba aprender a comunicarme. Todavía tengo aquel libro, un diccionario muy simple que ya está muy viejito.
Aquello cambió radicalmente mi vida, porque nunca había podido ir a la escuela y mi madre nos había abandonado siendo niños. Empecé a ganar en confianza, y cuando me di cuenta de que podía juntar unas palabras con otras, y comprenderlas, fue como aprender a programar mi propio cerebro. Y llegó el momento en que empecé a bloguear, y escribí una carta abierta a Bono y Bob Geldof, a toda la industria... Aquella carta enojada a Occidente fue un ejercicio terapéutico sobre lo que me estaba pasando; no era su culpa, pero yo necesitaba saber por qué estaba en el Reino Unido.
P. Usted se formó sin ayuda de nadie.
R. Sí, y todo era una lucha: trabajar, sobrevivir, buscar apoyos, entender el idioma... Pero desde que descubrí el poder de las palabras, iba dos horas al día a la biblioteca y también al centro de adultos. Allí aprendí incluso lo básico del dinero y del trabajo; porque no tenía educación financiera ni una red que me explicara nada. Esa misma carencia la veo hoy en muchas niñas: y sin educación, no solo falta conocimiento, sino que falta autonomía.
P. Se podría decir que iamtheCODE nació como una forma de compensar lo que la joven Mariéme nunca recibió...
R. Nunca me lo habían planteado de esa manera, pero sí, yo nunca tuve nada de eso. Así que sí, es un desagravio, porque de niña me abandonaron a mi suerte y a día de hoy, con 51 años, todavía me quedan muchas preguntas sin responder. ¿Por qué me hicieron lo que me hicieron? Pero mi madre ya murió, y yo nunca conocí a mi padre.
Creo que mi trabajo hoy es decirle al mundo que, teniendo conexiones, dinero e inteligencia, no hay excusa para no cambiar la vida de estas niñas, una a una. Pienso en Asuna, en Tiba, en Abol… niñas que no pidieron nacer. Cuando oigo hablar a Asuna, me conmueve profundamente. Ella solo quería lo mismo que yo quise alguna vez: a su madre, amor, esperanza, educación, que nadie la golpeara o la violara. Solo quería estar viva y ser feliz como niña. Y por eso hago lo que hago.
Mucha gente me pregunta por qué sigo. Tú lo dijiste bien: es una forma de reparación. Estoy en una posición de privilegio: soy Young Global Leader del Foro Económico Mundial; tengo una red inmensa en todo el mundo; he sido invitada a WISE; tengo una casa en el Reino Unido; un hijo. Puedo preparar un té, dormir en una cama y comprar lo que necesito. Las cosas básicas que cualquier ser humano debería tener, yo las tengo. Y no puedo sentarme a observar. Aunque África me deba mucho —y no al revés—, no puedo quedarme quieta. Porque la inacción siempre tiene un coste.
P. ¿Cómo trabaja iamtheCODE?
R. De forma muy concreta sobre el terreno. Nuestra plataforma se utiliza hoy en 89 países, y en varios tenemos operaciones estables con socios locales. Trabajamos en Kakuma (Kenia), donde está uno de nuestros programas más fuertes, en Brasil, en Filipinas y en Georgia, donde colaboramos con la universidad BTU para formar talento en inteligencia artificial. También estamos en Sudáfrica y en otros países donde las niñas ya programan y participan en nuestros talleres. El objetivo es claro: formar en programación a un millón de niñas antes de 2030.
Pero no se trata solo de programar, porque en realidad se abarcan ocho pilares: competencias técnicas, bienestar emocional, mentoría entre pares, mentoría con empresas, hackatones, un podcast educativo, trabajo con los Objetivos de Desarrollo Sostenible y el programa I Am Wise, donde las niñas imaginan el futuro que quieren construir. Muchas, como Tiba y Asuna, han obtenido becas que les permiten estudiar fuera del campo de refugiados y continuar su formación. Todo esto forma parte de cómo entramos en una comunidad: inspirando primero, escuchando y creando un espacio seguro para que quieran quedarse.

P. ¿Con qué obstáculos se topó iamtheCODE al llegar a las comunidades locales?
R. Al principio fue muy difícil. Cuando llegábamos a una comunidad local, lo primero era escuchar que “las niñas no necesitaban aprender a programar” y que no valía la pena intentarlo. Esa idea, muy arraigada, fue el primer gran obstáculo. También había mucha desconfianza: familias y líderes que no entendían qué era la programación ni por qué podía transformar la vida de una niña. Costaba que nos dejaran entrar y trabajar con ellas.
Con el tiempo, cuando vieron que iamtheCODE no era solo tecnología —sino también bienestar, mentoría y un espacio seguro—, la puerta empezó a abrirse. Hoy colaboramos con Gobiernos, universidades y comunidades pobres, pero para llegar ahí hicieron falta insistencia y paciencia.
P. ¿Y ahora?
R. Ahora nuestro trabajo empieza siempre por la inspiración. Antes que la tecnología, escuchamos: ¿qué les preocupa? ¿Quién las cuida y las oye de verdad? Y ese proceso inicial sienta las bases para la confianza. Después llegan los cursos de programación y el resto de actividades.
Trabajamos con niñas de 11 a 18 años y con jóvenes de 18 a 25, especialmente en los campos de refugiados, donde muchas ni siquiera conocen su edad exacta o no tienen certificado de nacimiento. El contexto es difícil, pero el enfoque es el mismo: acompañarlas, darles un espacio seguro y guiarlas en sus primeras líneas de programación. Funciona porque nuestra presencia es constante: inspiramos, escuchamos y después les damos herramientas reales. Por eso el programa sigue vivo, y por eso ellas quieren seguir aprendiendo.
P. ¿En qué consiste la formación que reciben?
R. La formación es un recorrido de 12 semanas pensado para que cualquier niña —incluso aquellas que no han ido a la escuela o tienen dificultades para leer— pueda iniciarse en la programación. En ese tiempo aprenden los fundamentos necesarios para crear una web o una aplicación sencilla y, sobre todo, a entender que pueden pensar, construir y resolver problemas por sí mismas.
Antes de la pandemia introducía este aprendizaje de forma muy práctica: viajaba con un kit de ordenador con Linux y lo dejaba allí, abierto, para que las niñas lo tocaran y exploraran sin miedo. Después, cuando llegó la COVID-19, todo ese contenido se digitalizó y pasó de unos 7.000 cursos a 65.000, lo que permitió que cualquier niña —incluidas las que viven en campos de refugiados— pudiera seguir aprendiendo de forma visual e intuitiva y escribiera su primera línea de programación. Hoy, el 47 % de las chicas que han pasado por esos talleres tienen un empleo.
P. No todas las niñas se convertirán en programadoras.
R. No, y tampoco es necesario, porque la programación es solo una puerta: lo que realmente importa es que entiendan que pueden aprender, pensar e imaginar una vida distinta a la que parecía destinada para ellas. Y ya lo están haciendo. Algunas tienen sueños muy concretos: Nyingok quiere ser abogada medioambiental, Tiba quiere dedicarse al cambio climático, Abuol sueña con ser piloto y Asuna quiere ser sacerdote y comunicar, hablar y acompañar. Yo sé que lo lograrán.
Lo que intento transmitirles siempre es: “Eres refugiada, y eso está bien. Pero no está escrito en tu espalda”. Puedes caminar por cualquier sitio y nadie sabrá de dónde vienes. Lo que sí verán es si sabes programar, si sabes hablar bien, si te presentas con dignidad y si posees la confianza para mirar a alguien a los ojos y decir “esto es lo que sé hacer”. Y eso basta. Si sabes venderte y expresarte, si llegas con autoestima, te contratarán. Y por eso lucho por estas chicas, porque son extremadamente inteligentes, y todo lo que necesitan es que las escuches y les des la oportunidad que necesitan. Por eso insisto tanto en la confianza.

P. Cuando llega por primera vez a una comunidad, ¿qué es lo que ve en los ojos de esas pequeñas?
R. Lo primero que veo es una emoción enorme. Saben que voy a llegar porque alguien les ha dicho “Lady Mariéme viene” y se revolucionan. Están nerviosas, ilusionadas y expectantes, porque sienten que voy a estar ahí de verdad, que no voy a desaparecer al día siguiente.
Cuando era niña, lo que más eché de menos fue la consistencia. Y eso es justo lo que ellas ven en mis ojos cuando entro por primera vez: que voy a quedarme, que no les voy a prometer algo para después marcharme y romperles el corazón. Ven estabilidad, tranquilidad, dignidad y amor. Y eso crea una especie de pacto silencioso: yo les doy constancia y ellas a mí su confianza. Por eso no hay abandonos en el programa. Porque desde el primer día, cuando me miran, ven que no voy a rendirme con ellas. Y esa certeza cambia todo.
P. ¿Y al final? ¿Qué ve en esos ojos al terminar esas 12 semanas?
R. Una dosis enorme de confianza y una transformación radical.
P. ¿Le viene a la cabeza alguna historia en especial?
R. Hay tantas... Historias personales como las de Tiba, del Congo, y Asuna, de Sudán del Sur, a las que conocí en un campo de refugiados en Kenia cuando tenían 11 y 12 años: tímidas, frágiles, casi sin hablar y rodeadas de cientos de niñas en la misma situación. Y aun así, ahí estaban, con una fuerza interior que ellas mismas no veían.
Hoy Asuna es otra persona. Su manera de comunicarse, la seguridad con la que habla, su belleza, su conocimiento… Ahora es ella quien mentoriza a las niñas más jóvenes y quien dirige el taller de vision board; se sienta en el suelo igual que me vio hacer a mí y les enseña a imaginar su futuro, y para mí es imposible no emocionarme. Recuerdo perfectamente a la niña que no podía ni articular una frase; verla ahora preparándose para dejar el campo y llegar a Nairobi por primera vez es uno de los mayores regalos que me ha dado la vida.
P. La brecha de género digital se expresa a menudo con porcentajes y gráficos, pero usted la percibe en carne y hueso. ¿Cuáles son las barreras invisibles que más les pesan a estas niñas y jóvenes?
R. La primera es la más dura: a la gente no les importa. Nadie cree en ellas ni quiere invertir en su talento, y esa falta de fe pesa muchísimo. La segunda es la falta de infraestructura básica: sin conectividad ni espacios seguros, sin lo básico, no pueden competir en un mundo digital.
Y luego están los datos borrosos. Muchos informes sobre educación digital ni siquiera las incluyen, así que las políticas y las inversiones se hacen a ciegas. Son unos puntos ciegos enormes, así que falta de empatía, falta inversión y faltan datos reales. Y lo más triste es que, después de tantos años, todavía no he visto un cambio profundo en cómo el mundo mira a estas niñas. Y sin ellas, cualquier conversación sobre el futuro está incompleta.
P. Más allá de la programación, usted se refiere a menudo al concepto de dignidad. ¿Cómo se enseña dignidad por medio de la tecnología?
R. La dignidad empieza por ofrecerles algo que nunca han tenido: un entorno donde puedan respirar tranquilas, aprender sin miedo y sentirse respetadas. Las niñas no quieren limosnas ni sobras; quieren la oportunidad de crecer sin violencia alrededor.Cuando acceden a contenido de calidad, adquieren habilidades y obtienen una certificación, ocurre algo profundo: pueden presentarse con orgullo, hablar con seguridad y buscar un trabajo sin depender de nadie. Ahí es donde la tecnología se convierte en dignidad: en la posibilidad real de sostenerse, mirarse al espejo y decir “yo puedo”.
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