Anatomía de una urgencia: la reforma fiscal
‘TintaLibre’ reproduce las reflexiones de Carmen Durrer, que analiza la progresividad del sistema tributario español. Considera que el modelo actual ya no se sostiene ni desde un punto de vista de justicia social ni de responsabilidad económica

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En España, el sistema fiscal no pide más a quién más tiene: el 1% más rico paga menos impuestos en proporción a sus ingresos que las clases medias e incluso que el 20% más pobre. Según un informe del centro de estudios Fedea, en 2022 las clases medias destinaron cerca del 40% de sus ingresos al pago de impuestos, y los hogares más vulnerables casi el 30%, mientras que el 1% con mayores recursos no alcanzó siquiera el 25%.
Este sinsentido fiscal tiene dos causas principales. Por un lado, nuestro sistema tributario favorece a quienes viven de rentas frente a quienes dependen de un salario. Como resultado, el 90% de la población, que se sustenta principalmente con su trabajo y apenas tiene inversiones, debe más impuestos que el 1% más rico, cuyos ingresos provienen mayoritariamente del capital. Por otro lado, permite que las grandes fortunas eviten con facilidad la mayoría de los impuestos al retener sus ganancias en empresas, family offices, holdings u otras estructuras legales diseñadas para minimizar la tributación. Esta realidad contraviene los principios recogidos en la Constitución, que establece que el sistema tributario debe inspirarse “en los principios de igualdad y progresividad”, y que cada uno debe contribuir “de acuerdo con su capacidad económica”. Este mero hecho debería ser suficiente para impulsar una reforma fiscal.
El 90% de la población, que se sustenta principalmente con su trabajo y apenas tiene inversiones, debe más impuestos que el 1% más rico
Más allá de cuestiones de constitucionalidad y de justicia social, recuperar la progresividad del sistema fiscal también hace falta desde un punto de vista de estabilidad presupuestaria. No recaudamos lo suficiente para cubrir nuestros gastos, nuestra deuda sigue alta, y la ciudadanía se opone a recortar el Estado del Bienestar, como reflejan los datos del CIS. En este contexto, poner la lupa sobre los impuestos que no paga el 1% más rico no es ni demagogia ni populismo; es sencillamente necesario, puesto que esos pocos hogares concentran más ingresos que la mitad de la población, y más patrimonio que las tres cuartas partes. Recuperar una mínima progresividad en el sistema tributario bastaría, de hecho, para suprimir el déficit actual.
Que a nuestro país le hace falta una reforma fiscal no debería sorprender a nadie. Un gran número de expertos de diversos ámbitos llevan décadas avisando de las deficiencias de nuestro sistema tributario. El diagnóstico está claro desde hace tiempo, y muchas de las soluciones también. No se puede esperar más. El modelo actual ya no se sostiene ni desde un punto de vista de justicia social ni de responsabilidad económica. Las propuestas están sobre la mesa, solo falta la voluntad política.
El que trabaja, paga
Quien se gana la vida con el trabajo paga más impuestos que quien vive de rentas. Esto se debe, en parte, a que los salarios tributan más en el IRPF que los dividendos o las ganancias del capital, los cuales se incluyen en la simpáticamente denominada base del ahorro, con tipos mucho más bajos. Por ejemplo, un salario de 25.000 euros entra en el tramo del 30%, mientras que los ingresos del capital no tributan nunca a más del 28%, y eso sólo las rentas superiores a 300.000 euros. Cuanto mayores son los ingresos, mayor se vuelve también la diferencia entre el tipo que pagan los salarios y el que pagan las rentas del capital.
Que los ingresos del capital tributen menos que el trabajo en el impuesto sobre la renta no es una anomalía española y se justifica a menudo por eficiencia económica, afirmando que bajarles los impuestos a las rentas del capital fomenta la inversión y acaba beneficiándonos a todos. A pesar de que la idea sigue siendo popular, los estudios realizados hasta ahora no la respaldan. El otro motivo por el que se defiende que las rentas del capital tributen menos que las del trabajo es que ya se gravan, en teoría, con el impuesto de sociedades, antes de ser distribuidas. Sin embargo, la recaudación efectiva del impuesto de sociedades se ha desplomado en las últimas décadas, arrastrada por la creciente competencia fiscal internacional, la evasión fiscal de las multinacionales, los recortes del tipo y las pérdidas acumuladas durante los años de crisis. Con todo, gran parte de las empresas pagan un tipo efectivo bajo. En el contexto actual, por tanto, resulta difícil defender que siga existiendo una diferencia tan marcada entre el IRPF que pagan los salarios y el que abonan las rentas del capital, sobre todo cuando hablamos de las rentas más altas.
Además de la diferencia en los tipos del IRPF, no hay que olvidar que los salarios también se gravan con las cotizaciones sociales. A diferencia del impuesto sobre la renta, que tiene tipos más altos para quienes ganan más, las cotizaciones tienen un tipo fijo, que se desploma al llegar a la base máxima, lo que las convierte en un gravamen regresivo. Aunque la mayor parte de las contribuciones sociales – alrededor del 80% – las pague el empleador, no se debe asumir que eso refleje quién carga en la práctica con el coste económico. Al encarecer la contratación y las subidas de sueldo, las contribuciones a cargo del empleador también afectan, directa o indirectamente, a los trabajadores.
Las cotizaciones sociales son, además, la principal fuente de ingresos del Estado: en 2023 representaron un 35,2 % del total, por delante del conjunto de los impuestos directos (31,1 %). Eso significa que se recauda más por cotizaciones sociales que por el IRPF, el impuesto de sociedades, el de patrimonio y el de sucesiones y donaciones juntos. Aunque el uso de cotizaciones sociales para financiar la Seguridad Social está arraigado en nuestra historia, nada impide que se financie con otros impuestos. Esta opción tendría dos ventajas. Por un lado, nos permitiría sustituir las contribuciones regresivas actuales por impuestos más progresivos. Por otro lado, contribuiría a que el sistema de pensiones fuera más sostenible y equitativo, evitando que el coste del envejecimiento de la población recaiga únicamente sobre un grupo menguante de trabajadores jóvenes. Aunque suene revolucionario, Dinamarca lo hace desde 1987.
“Según el IRPF, en España no hay ricos”
El motivo principal por el que las grandes fortunas no pagan los impuestos que les corresponden no son los tipos reducidos sobre los ingresos del capital. El verdadero problema de nuestro sistema fiscal es que permite que estos selectos hogares recurran a estructuras legales varias para retener sus ingresos y evitar así que tributen al IRPF. De esta forma, los ingresos fiscales de los hogares más ricos, es decir, los ingresos que pasan por el IRPF, sólo representan una pequeña parte –alrededor de un quinto– de sus ingresos reales. Ya lo dijo Aznar en 1998: “Según el IRPF, en España no hay ricos”. Por ello, reformar los tipos hace poco por solucionar el principal problema de nuestro sistema fiscal.
Buena parte del problema viene de las llamadas sociedades patrimoniales, holdings y family offices: estructuras que no tienen realmente actividad económica y cuya principal función es la de poseer y gestionar patrimonio. Al recibir dividendos a través de este tipo de empresa, en lugar de tributar al 18%-28% del IRPF, sólo tributan por el 1,25%, ya que se consideran pagos entre empresas. En teoría, cuando los dividendos se distribuyan desde la empresa patrimonial a sus propietarios, sí pagarán el IRPF, pero ese día puede no llegar nunca. Los fondos pueden quedarse en la empresa para ser reinvertidos e incluso legados en herencia, sin fecha límite. Parte del consumo personal se puede sufragar a través de la empresa, una práctica que, aunque ilegal, es muy común, y que según un estudio reciente hecho en Portugal, puede costarnos un 1% del PIB en recaudación perdida.
La solución es sencilla: dejar de tratar fiscalmente como empresas a aquellas entidades cuya única actividad sea la tenencia de activos. Esto puede implicar que los dividendos recibidos por estas empresas paguen el tipo normal del impuesto de sociedades del 25%, o incluso un tipo superior, en lugar del tipo reducido del 1,25%, o que los dividendos sean gravados directamente en el IRPF de los propietarios, como si la empresa no existiera a efectos fiscales. A quien eso le suene radical, ha de saber que en Estados Unidos ya se hace y que en España hacíamos algo parecido antes de 2006.
La otra parte del problema, un poco más compleja, es que muchas empresas con actividad económica real retienen gran parte de sus beneficios, en lugar de repartirlos como dividendos. Desde un punto de vista económico, esos beneficios son ingresos de los accionistas, se repartan o no. Sin embargo, desde el punto de vista fiscal, solo se consideran ingresos los dividendos recibidos. Por lo tanto, una parte importante de las rentas de las grandes fortunas, que provienen de participaciones en empresas, esquiva así el IRPF.
Aunque los beneficios no distribuidos nunca han tributado en nuestro país, su importancia ha crecido y con ella su efecto negativo sobre la progresividad fiscal. Esto se debe, en parte, al debilitamiento del impuesto de sociedades, que es el único que realmente los grava. Si queremos recuperar la progresividad del sistema fiscal es necesario, por tanto, repensar la tributación de los beneficios no distribuidos.
Una posible solución es que reformemos el impuesto de patrimonio. Los beneficios no distribuidos aumentan el valor de las empresas, y por tanto el patrimonio de sus propietarios. Sin embargo, en su estado actual, nuestro impuesto de patrimonio no cumple con lo que su nombre sugiere. Para empezar, está sujeto a un límite conjunto con el IRPF, calculado sobre la renta declarada. Es decir, que lo que se paga por el IRPF y por el impuesto de patrimonio, en conjunto, no puede superar el 60% de los ingresos declarados. Además de facilitar la evasión, el límite conjunto hace que el impuesto de patrimonio se convierta, en la práctica, en otro impuesto sobre la renta. Por lo tanto, de poco sirve para gravar los beneficios no distribuidos, mientras se mantenga el límite conjunto. Por otro lado, exime las participaciones en empresas si se posee el 5% o más, bajo ciertos requisitos que son, en la práctica, fáciles de manipular. También esta exención beneficia desproporcionadamente a las grandes fortunas.
Sin embargo, puede haber preocupación porque, al eliminar la exención, se grave en exceso a los propietarios de empresas productivas. En tal caso, se podría reemplazar el impuesto de patrimonio actual por un impuesto mínimo sobre la riqueza, o sobre una medida amplia de la renta que incluya también los beneficios no distribuidos por las empresas. Un impuesto mínimo tiene como ventaja principal que solo se paga si no se contribuye suficiente por otras vías, como el IRPF. Por ende, este tipo de impuestos garantiza un tratamiento más equitativo entre personas con recursos similares y desincentiva la elusión fiscal. Un impuesto mínimo del 3%, aplicado a patrimonios de 10 millones o más, podría recaudar más de 15.000 millones de euros anuales, más de una quinta parte de nuestro déficit actual.
En suma, nuestro sistema fiscal se ha construido sobre una lógica permisiva que ofrece demasiadas oportunidades para practicar ingeniería fiscal, obligándonos a destinar una parte considerable de los recursos públicos a combatir la evasión y la elusión de quienes más tienen, sin conseguir erradicarlas. Es hora de cambiar de enfoque, simplificar el sistema y reformar los incentivos fiscales para reducir al mínimo las oportunidades de defraudar.
Nuestro sistema fiscal se ha construido sobre una lógica permisiva que ofrece demasiadas oportunidades para practicar ingeniería fiscal
¿Y si escucháramos más a los expertos?
Resulta desalentador darse cuenta de que muchas de las cuestiones expuestas en este artículo llevan décadas denunciándose, sin que se haya hecho nada al respecto. Es probable que el mal estado de nuestro sistema fiscal se pudiera haber evitado, en gran medida, si se hubiera escuchado más a los expertos. Por ello no sólo es importante que reformemos nuestro sistema fiscal, sino también que cambiemos la forma en que hacemos política fiscal. En España contamos con una gran cantidad de centros de investigación, universidades e instituciones en las que se produce investigación de muy alta calidad en el ámbito de la política pública, que debería tenerse más en cuenta a la hora de legislar.
Un ejemplo reciente de políticas mal calibradas son las rebajas fiscales a las rentas del alquiler, que eximen a los propietarios de tributar en el IRPF por entre el 50% y el 90% de los ingresos por alquiler de viviendas. La medida, que busca aumentar la oferta de alquiler, tendrá probablemente un coste muy elevado para las arcas públicas, como ya avisó el propio Banco de España en su Informe Anual de 2023. Según mis cálculos, podría traducirse en una pérdida de recaudación superior a 10.000 millones de euros anuales.
Además, la rebaja fiscal tiene un carácter regresivo, ya que beneficia más a quién más ingresa por alquiler. Puede, también, encarecer el precio de la vivienda, como advirtió de nuevo el Banco de España, al hacerla más rentable como inversión, y por ende menos accesible a hogares que accedan a la propiedad de su primera vivienda. Hay que tener en cuenta que más de la mitad de las viviendas que se compran en nuestro país se adquieren sin hipoteca, según el Colegio de Notarios, lo que sugiere que un número importante se compra como inversión. A pesar del elevado impacto fiscal probable y las posibles consecuencias negativas, no se ha publicado ninguna información que evalúe el coste de la medida y si cumple con su objetivo.
Nos hemos acostumbrado a vivir con un sistema fiscal cada vez más injusto a la par que ineficiente, pero las cosas se pueden cambiar. Debemos recordar que cada euro que no pagan quienes más tienen, sale de otro lado, sea de impuestos a los demás, o de recortes al gasto. En los últimos años, esto ha hecho que recaigan más impuestos sobre los trabajadores y sobre el consumo, a expensas de la progresividad, y que siga aumentando la deuda pública. Para afrontar estos desafíos, existen soluciones prácticas y viables, algunas de las cuales se han presentado en este artículo. No se trata de propuestas radicales, sino de pasos moderados, orientados a restaurar la progresividad y reducir la elusión fiscal. Una tributación justa puede ayudarnos a frenar el aumento de la desigualdad y, sí, también a estimular el crecimiento económico.
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