Huyamos del ‘error Brüning’
El secreto mágico para las economías endeudadas es cuándo y cómo empezar a reducir el endeudamiento


La deuda pública es una bendición (permite resucitar y relanzar la economía) y un riesgo (si es excesiva, la colapsa).
Pero el récord de endeudamiento del país no debe per se inquietar. No es fatal como la deuda personal: si uno no logra pagar la hipoteca a tiempo, pierde la casa. Lo aconsejable es, pues, devolver el crédito cuanto antes.
Eso no rige con el endeudamiento colectivo: en este, “el gasto de una persona es el ingreso de otra”, así que cuando se reduce aquel, se recorta el ingreso del resto, “lo que provoca que haya menos negocio, más desempleo” (Por qué la austeridad mata, David Stuckler y Sanjay Basu, Taurus, 2013). Así que el objetivo racional no es cancelar la deuda, sino hacerla sostenible. ¿Cómo?
De forma que los pagos periódicos de su amortización sean inferiores a los ingresos derivados del crecimiento económico. Es el mejor método de amortizarla. Y luego, que la inflación la reduzca.
El secreto mágico para las economías endeudadas es cuándo y cómo empezar a reducir el endeudamiento. En qué momento se debe retirar el ponche de la fiesta expansiva. Si la decisión se retrasa, la parálisis y la especulación en manada pueden erosionar la economía. Si se adelanta, puede quebrar el ritmo de la recuperación.
Es la decisión clave de medio plazo —paralela a la aplicación, y eventual ampliación, del plan de recuperación económica de la UE— que debe adoptarse pronto.
El Eurogrupo del lunes apuntó a que la Comisión proporcionará al empezar marzo los criterios para dilucidar si el Pacto de Estabilidad debe continuar suspendido en 2022, o no. ¡Cuidado!
Tenemos ejemplos de mal manejo del tempo. Como en la Gran Recesión de 2008. El trío Barack Obama / Ben Bernanke / Gordon Brown diseñó a final de aquel año un ideario de estímulos fiscales/monetarios. El bueno de Martin Wolf ironizaría con que “ahora todos somos keynesianos”.
Pero la hueste conservadora activó el miedo a la deuda. Y regurgitó la receta austeritaria: sanearla enseguida, por temor a que luego fuera más difícil, atrancar la impresora de billetes porque desataría la inflación, recortar el gasto social, que nos duele menos... Y llegó, en 2010, la hora de estrechar el cinturón a Grecia... y a España.
Un precedente de esta marcha atrás en los estímulos fiscales se dio en 1937. Ocurrió cuando el Congreso y los tribunales de EE UU imprimieron una pausa obligatoria al New Deal de Franklin D. Roosevelt, emblema de la gran recuperación de inspiración keynesiana, iniciada en 1933, a la que seccionó en dos mitades. Si quieren aún emocionarse, lean Seis discursos del New Deal (Els Llums, 2012).
Pero la gran literatura económica fija el paradigma de la secuencia del estímulo interrupto a destiempo en la figura inversa de Roosevelt, el canciller alemán Heinrich Brüning. El mandato del ultranacionalista Partido de Centro Católico duró de marzo de 1930 a mayo de 1932, cuando lo brindó, sumido en una crisis caótica, a un tal Adolf Hitler.
Con frecuencia se aduce que el nazismo se crio en el desorden de la hiperinflación de 1923, cuando un dólar se cotizaba a ¡630.000 marcos!, a causa de una crisis general, productiva, presupuestaria y por la financiación de las onerosas reparaciones de guerra, cuya gravedad lord Keynes había advertido en su elegante Las consecuencias económicas de la paz.
“No fue la hiperinflación”, con ser gravísima para el cierre de empresas, el empobrecimiento y la pérdida de control de la economía, “sino la deflación y la austeridad” quienes convocaron al nazismo. O sea, el volantazo del canciller Brüning “restringiendo el crédito y ordenando la congelación salarial, de acuerdo con una política de austeridad que no hizo más que agravar la caída de la demanda internacional y provocar un aumento espectacular del desempleo”, recuerda Stuart Holland (Contra la hegemonía de la austeridad, Arpa, 2016).
Es una interpretación doctrinal consolidada. El error Brüning fue “una de las causas mayores y más directas de la degradación de la economía y la quiebra del régimen democrático”, por su obsesión de “obtener el equilibrio presupuestario y el mantenimiento estricto del valor del reichsmark (marco alemán)”, escribe un gran especialista español en la época, el profesor Xosé Carlos Arias (Leviatán tras el naufragio, Espasa, 1992).
Fueron “dos años de desgracia”, en los que el desempleo se disparó a seis millones de personas, concluye el enorme Charles Kindleberger (La crisis económica 1929-1939, Capitán Swing, 2009). Muchos de ellos se ciñeron, ay, la camisa parda.
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