¡Viva el salario mínimo!
En todos y cada uno de los años en que se viene aplicando el SMI, el paro en Alemania ha descendido sin pausa


Es bueno o es malo subir el salario mínimo interprofesional (SMI) a 900 euros?
Sostiene la patronal que aumentarlo “cuestiona el diálogo social”, tendrá efectos negativos en la negociación colectiva, en los demás sueldos y en la economía. (EL PAÍS, 12/10).
Concuerda el economista liberal Lorenzo Bernaldo en que es “un impuesto contra el empleo”, que reducirá su demanda (EL PAÍS, 12/10). Todo en tono educado, sin apelación a que “España es un desastre”, o a que “estos Presupuestos tumban a España” (Pablo Casado, EL PAÍS, 11/10).
Más ecuánime que todos esos juicios ha sido el emitido por el jefe del FMI para Europa, el rigorista Poul Thomsen, quizá porque, aunque rigorista, es danés: “Hay que ser cuidadoso” con los aumentos “para no excluir a gente del mercado laboral”, pero “también hay justificación para ellos por cuestiones sociales” (La Vanguardia, 13/10).
Y mucho más beligerante ha sido el presidente del BCE, Mario Draghi. Desde hace bastantes años pelea —por razones macroeconómicas— contra la soledad de la política monetaria; por la implantación de una política fiscal algo más expansiva; y en favor de alzas salariales que compensen las devaluaciones internas de la Gran Recesión y ayuden al repunte de la inflación y la demanda interna. Ya hace dos años postulaba Draghi que “ha llegado el momento de aumentar los salarios, que llevan años creciendo por debajo de la productividad” (EL PAÍS, 27/9/2016).
La ministra de Economía, Nadia Calviño, ha entrado al detalle de la prueba histórica. “La creación de empleo no se resintió, sino que aceleró” cuando el SMI experimentó alzas importantes, entre 2004 y 2005 y entre 2017 y 2018, recordó en su comparecencia del lunes. En 2004 la subida del SMI fue del 6,6%; del 4,5% en 2005, del 8% en 2017 y del 4% en 2018.
El primer beneficiario del aumento del 22,3% del SMI para 2019 (de 735,9 euros a 900) será el millón de trabajadores, aproximadamente, que cobra ese sueldo. El segundo, las cuentas de la Seguridad Social, por el correlativo aumento de la recaudación de cotizaciones sociales: el plan presupuestario lo estima en 1.500 millones. El tercero, la renta familiar y, por ende, el consumo, la demanda, el PIB.
Todo eso debería ser aproximadamente así, por el precedente histórico que enarbola Calviño. También por el referente de la experiencia alemana.
El segundo Gobierno de gran coalición cristianodemócrata-socialdemócrata de la canciller Merkel decidió en 2013 (por presión socialista) implantar progresivamente el SMI, desde 2015 hasta generalizarlo en 2017, con sucesivos aumentos.
El Gobierno quebró así el monopolio de los agentes sociales sobre los convenios salariales; mejoró la situación de 1,9 millones de trabajadores; y benefició sobre todo a los empleados de servicios (más de la mitad de ellos tienen empleos de bajos sueldos), el sector de mayor crecimiento en puestos de trabajo, como en España.
Pero su gesto había concitado también una cruzada en contra. La patronal BDI destripó a su país por dar “un mal ejemplo para Europa”. Y el Deutsche Bank (el gran banco europeo peor gestionado) profetizó que el SMI generaría la pérdida de “entre 450.000 y un millón de empleos” (EL PAÍS, 1/12/2013).
Las cifras reales alemanas ridiculizaron esos augurios. En todos y cada uno de los años en que se viene aplicando el SMI, el paro estadístico ha descendido sin pausa. Partía de un nivel del 4,9% de la población activa a final de 2014 y bajó al 4,4% (2015), al 3,9% (2016) y al 3,5% (en febrero de 2018).
Y el paro registrado en la Agencia Federal de Empleo, otro tanto: con 2,2 millones (el 5% de la población activa), afecta a 2,2 millones de personas. O sea, ¡viva el salario mínimo!
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