El sonido único del Concertgebouw
Joshua Bell y la orquesta holandesa convencen al público en su gira española
Hay conciertos en que cuadra prácticamente todo: la orquesta, el solista, el director. Es el caso de la Royal Concertgebouw de Ámsterdam, dirigida por el ruso Semyon Bychkov y con la colaboración estelar del violinista norteamericano Joshua Bell, que hoy concluye su minigira española en Madrid, tras su paso por Pamplona (lunes) y Barcelona (ayer).
Cuadra en primer lugar el repertorio: nacida en el último lustro del siglo XIX y considerada hoy una de las cuatro mejores formaciones mundiales, la orquesta del Concertgebouw se ha especializado en el repertorio tardoromántico europeo, lo cual exige estar en posesión de un sonido aterciopelado, profundo, oscuro, capaz de traducir la complejidad armónica de ese periodo convulso. Baste decir que Richard Strauss adoraba dirigirla.
En el Palau de la Música, un grupo de 120 intérpretes no puede respirar
Fieles a esa tradición, los holandeses ofrecieron en la primera parte el Concierto para violín nº 1, en sol menor, op. 26, de Max Bruch (1838-1920), caso curioso de compositor de amplia y variada producción de la que sobrevive una sola pieza, este concierto precisamente, muy querido por los solistas por el amable melodismo que despliega y el lucimiento virtuosístico que permite. El academicismo de Bruch no dio para más posteridades, en un panorama dominado por gigantes como Brahms o Mendelssohn.
Joshua Bell (Bloomignton, 1967) cuadró a la perfección con la orquesta, porque tradujo la partitura con intensidad, sin aspaviento alguno de cara a la galería. Es prodigioso en este violinista la colocación del arco y la flexibilidad de la muñeca, que proporcionan una pasmosa homogeneidad y claridad de sonido. En cuanto a la calidad, esta está asegurada por el hecho de ser su instrumento un Stradivarius de 1713. La elegancia de la figura de Bell recuerda a la bella estampa que componía Menuhin en escena. Fuera de programa el violinista ofreció una versión propia de Souvenir d'Amérique, de Henri Vieuxtemps.
Y cuadró también la segunda parte, porque finalmente la obra orquestal de Shostakovich, mal que le pese a Stalin, es profundamente deudora del nacionalismo tardoromántico en general y del sinfonismo ruso en particular. Escrita en 1957 para conmemorar el 40º aniversario de la Revolución de Octubre, la Sinfonía nº 11, en sol menor, op. 10, adolece de un monumentalismo soviético hoy de difícil digestión, a no ser que la interpretación corra a cargo de una formación como la holandesa: el esplendor de los metales, la compactación de la cuerda y la precisión de la percusión son cada una por su lado un espectáculo cuando el discurso musical general, por repetitivo, deja de interesarle a uno.
Y ahí cuadró también el director, que ofreció una lectura intensa, vuelta hacia adentro, de nuevo sin concesiones, el gesto contenido, apenas una oscilación del tronco, las piernas abiertas, y bien plantadas, a lo Cristiano Ronaldo cuando dispara una falta. Acabó Bychkov exhausto tras la hora y pico de música que demanda esta obra colosalista. En el camino hacia el camerino por momentos dio la sensación de que se iba al suelo.
Lo único que no cuadró fue la sala. El Palau de la Música de Barcelona es tan bello como inadecuado para megaorquestas de 120 músicos. El hacinamiento no permite a este repertorio respirar con la debida amplitud.

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