Toro de lidia
Si existiera la reencarnación y el destino me deparara una nueva existencia como miembro del género bovino, puestos a elegir, optaría sin dudarlo por nacer toro de lidia. Cualquier alternativa -al menos estadísticamente- se me antoja espantosa. La especie bovina ya no existe en estado salvaje en la naturaleza, salvo cuatro ejemplares en algunas reservas africanas y de otros lugares exóticos. Todavía no hay una organización de benevolencia que financie la compra de pastos y montañas para albergar bueyes y vacas a cambio de nada, sólo por el puro placer de verles corretear, ni tampoco hay noticia de un millonario extravagante embargado de amor a los bóvidos y dispuesto a ofrecerles un idílico lugar bajo el sol.
Básicamente, la existencia de un bóvido moderno es corta, cruel y espantosa. Nace junto a muchos otros -todos al mismo tiempo- en un hangar metálico y siniestro sin luz natural, y tan pronto cae contra el cemento es apartado de su madre y metido en una jaula donde es casi imposible yacer. Sus días se cuentan por las periódicas ingestas a horas exactas de pienso de sabor indescriptible, aderezadas por la inoculación de todo tipo de antibióticos y anabolizantes, que le provocan obesidad inducida y retención de líquidos, causante de incontables náuseas. Por suerte, es una vida corta. Pueden ser meses si su destino es ser etiquetado de ternera lechal. En cualquier caso, dos años es el límite; más allá, la carne es demasiado dura. Llegado el momento, es metido a empujones, con porras eléctricas, y hacinado dentro de un contenedor para ser transportado al matadero. Allí es azuzado con todo tipo de objetos y castigado con una espantosa descarga eléctrica que debe provocarle la muerte, pero que sólo le deja tiritando y chamuscado, y lo suficientemente vivo como para asistir en directo al trabajo del matarife que le descuartiza para hacer filetes, hamburguesas y cuero para zapatos.
Prefiero cinco años de buena vida, correteando por los mejores prados y atracándome de hierba fresca; por no hablar de este toro enamorado de la luna que abandona por la noche la manada. Y luego ese final trágico y doloroso frente a la multitud vociferante: asesinado ritualmente por un tipo disfrazado de bailarín.
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