Haraquiri
Uno tiene que estar realmente muy quemado para, en plena reunión de trabajo, sacar una faca y abrirse un tajo en el vientre dejando los intestinos encima de la mesa del jefe de personal como si fueran un balance de gestión. Al trabajador en cuestión acababan de comunicarle su traslado a otra oficina. En principio no parece algo tan grave como para hacerse el haraquiri, pero nunca se sabe. Una empleada de la misma compañía se atiborró de barbitúricos y otra se lanzó al vacío desde un cuarto piso cuando se enteró de que la cambiaban de sección.
Desde que la empresa France Telecom fue privatizada se lleva la palma en la tasa de suicidios. Veintitrés en el último año y medio, una cifra que ni la célula más activa de terroristas islámicos está en condiciones de igualar.
Tiene que ser jodido presentarse en el puesto de trabajo con cincuenta tacos cumplidos y bastantes canas en el almanaque para que un niñato de diseño decida tu destino. Con veinte años, un master en Tokio y sin mujer e hijos a los que darles de comer, cualquiera se cree el rey del mambo. A esa edad a nadie le parece que vaya a envejecer ni a morirse nunca. Tampoco es culpa suya. Tienen derecho a buscarse la vida y es lógico que lo hagan a su ritmo biológico que suele ser implacable. Ya le enseñará la experiencia que algún día será a ellos a quienes les toque poner el cuello en el tajo.
Lo que está pasando en la empresa francesa de comunicación es sólo un anticipo de la selva que viene. Las condiciones de la privatización han tenido que ser realmente duras para los trabajadores de más edad, contratados cuando la empresa todavía formaba parte del sector público. Los nuevos, sin embargo, que ya nacieron en la época de los contratos basura, se las apañan mejor.
Pero la cuestión no es ponerse de parte de unos o de otros. El problema es que vivimos en un sistema perverso que nos quiere obligar a elegir entre el hambre y las ganas de comer y que busca crecer a base de enfrentar a dos generaciones de trabajadores. A los padres con los hijos.
Aquí es a donde nos han llevado el capital management y los fondos de alto riesgo con el beneplácito de la asociación de accionistas de tal y la unión de bancos de cual y el presidente del gran consorcio de su puñetera madre. Pero mientras las ganancias siempre fueron privadas, las pérdidas sólo son públicas. O sea que los platos rotos le toca pagarlos al tipo que el otro día se hizo el haraquiri en la France.
En cualquier caso la compañía puede darse por satisfecha de que ninguno de los suicidas haya intentado llevarse por delante al gestor de recursos humanos. No sé bien si por falta de tradición yihadista o por caridad cristiana.
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