Monopolios
Vaya por delante que nunca he sentido ninguna afinidad con el nacionalismo vasco, y que considero no sólo legítimo, sino muy natural, que quienes lo sostienen carezcan de simpatía por mis causas. Al PNV, un partido conservador en política, reaccionario en materia social, confesional, insolidario y tradicionalista hasta la náusea, o, mejor dicho, hasta el límite de mis náuseas, tampoco le favorece la torpe actuación de Ibarretxe, ese patético rencor de amante despechado que ha contagiado a sus compañeros frente a un avatar tan esencial en la vida de cualquier político como un resultado electoral adverso.
Vaya también por delante que, por mucho que haya cedido la presidencia de la cámara a una integrista católica, el detalle de que López no se haya humillado ante Dios, ni haya querido prometer su cargo sobre una Biblia, en una mesa donde tampoco había un crucifijo, me ha conmovido y todo. Cómo estarán las cosas para que me conmueva con tan poco. Y sin embargo, en el centro mismo de la euforia de quienes están mucho más contentos que yo, he escuchado palabras de alegría que han proyectado un eco inquietante en mis oídos.
Ojalá sea esta la legislatura de la paz, de la libertad, de la convivencia. Ojalá lo fuera incluso si quien gobernara fuera el PNV, por poco que me guste. Tampoco me gustó el acento con el que Iñaki Oyarzábal, secretario general del PP vasco, pronunció esta frase en los telediarios, como si ni la paz, ni la libertad, ni la convivencia, hubieran sido posibles en ningún grado antes de ahora. Pocas cosas tan injustas, tan disparatadas como el monopolio de la esencia nacional que el PNV ha convertido en su seña de identidad. Que el socio de un Gobierno que se pretende abierto, plural e integrador, responda monopolizando conceptos sobre los que se asienta la propia democracia, me parece además muy peligroso.
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