La difícil sencillez
No hay duda de que Quique Dacosta es uno de nuestros más inspirados cocineros, y sus platos rebuscan en los entresijos del sabor y de la ciencia hasta lograr el perfume deseado o la textura soñada. Valga como ejemplo cualquiera de sus últimos inventos comestibles, llámese "remolacha de mar", "corales" o "rap negre", composiciones culinarias sofisticadas hasta el extremo y que ven la luz gracias a una depuradísima técnica que permite que la remolacha del Cabo de San Antonio se nos presente bajo la forma de un merengue o que los granos de quinoa se transmuten en corales de bogavante al conjuro del cocinero.
Sin embargo, el proceso que le lleva a realizar un plato que nos arrebate aún contiene más de reflexión que de pura técnica, por lo que en ocasiones se simplifica esta última para que se enaltezca el magnífico producto que utiliza y sus aromas no queden deformados. Así sucede cuando comemos gambas -si, esas famosas de Dénia- cocidas al natural o levemente envueltas en pétalos de rosa; o tomamos mínimos y sutiles guisantes acompañados de un pastel clásico japonés -el moshi o mochi, según transcripciones- de salsa verde.
O en el colmo de la sencillez y la lucidez nos presente un plato con hojas, con hojas raras, aunque su nacimiento se haya producido en las faldas del Montgó. Éstas, de nombres imposibles, como la hoftunia, la kalanchoe, la capuchina o la siempreviva, la begonia o la sorprendente hoja de ostra, vivas y crudas, aderezadas con una gota de aceite de oliva, o de aguacate o de avellana, o de nuez o de grasa de jamón, y un liviano toque de aceituna, de wasabi o eucalipto, nos mostrarán que el camino a la perfección no está lejos del más corto.
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