Tiempos de botijo y azoteas
Años 1940, 1950, 1960... Madrid salió lastimada con las heridas de la guerra. Miseria, apuros, tiempos del estraperlo, de las barras de pan en la puerta del metro, demanda de trabajo que hubo que encontrar fuera. En los barrios bajos -cercanos al Manzanares- sobrevivieron las corralas antihigiénicas, estrechas e insalubres, maquilladas con una maceta de geranios y, en los tórridos veranos, la matraca de los grillos, en su jaulita, con un trozo de lechuga como banquete. Al principio, faltaba de todo, el azúcar, la leche, el tabaco racionado y el porvenir en el alero.
El hambre, el dolor, la inseguridad del porvenir parecían haber sido los vencedores de la guerra. Pero poco a poco, sacando fuerzas de las flaquezas, renacieron las antiguas verbenas, se visitaba la Casa de Campo, la Bombilla, las riberas del Manzanares, que hoy son calles y túneles. La historia en imágenes la tenemos en la exposición de Martín Santos Yubero, fotógrafo de prensa, notario de aquellas transformaciones.
Un Madrid que vivía en la calle, dormía en las azoteas y en los balcones las noches caniculares, se refrescaba con el botijo y en el tope de los tranvías se desplazaba al centro, a la Puerta del Sol, la Cibeles, bajo los supervivientes árboles de la Castellana. Toros, con dos plazas, y la de Carabanchel. Entusiasmo con el Madrí y el Atleti. Marchaba gente pero venían más, deslumbrados por el fulgor de la capital. Obreros, artesanos, poetas, chupatintas, paniaguados fueron conformando el nuevo rostro de la capital.
Las colas eran secuela de los tiempos difíciles. Vemos en una de las fotos una larga fila de madrileños en ridículos trajes de baño esperando sitio en el trampolín de la piscina, en el Parque Sindical, donde poco antes de la guerra hubo una única y no repetida playa, embalsando nuestro mísero río. La ciudad ha cambiado de forma radical y sólo esos testimonios gráficos nos recuerdan un pasado al que no queremos volver.
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