Intelectual del terruño

El cine del veterano Jean Becker, un habitual en las pantallas españolas a pesar de su incidencia decididamente menor, toca techo por fin. Sus producciones habitualmente ambientadas en la campiña francesa, más tediosas que elocuentes, más cursis que pasionales, dejan paso a la preciosa Conversaciones con mi jardinero, escrita con sencillez pero cargada de sensibilidad y hasta de magia, y protagonizada por una pareja de deslumbrante credibilidad: Daniel Auteuil y Jean-Pierre Darroussin, dos grandes del cine francés.

Basada casi exclusivamente en las conversaciones del título (recitadas con un ritmo que mezcla la placidez con la constancia), la película parte de la naturalidad para instalarse en el terreno del verdadero sentido de la vida.

El contraste entre un rico pintor y su afable jardinero lleva a un intercambio de experiencias y confesiones, ancladas en la cotidianidad, que va a hacer que la existencia de ambos (sobre todo la del pintor) no vuelva a ser la misma.

Desde su contacto directo con la realidad, el hortelano es a su manera un intelectual, un sabio del terruño que aplica sus conocimientos a los más diversos aspectos de la vida.

La escena en la que el pintor acude a la inauguración de una exposición y se topa con el pretencioso fotógrafo que analiza los cuadros con un lenguaje tan grandilocuente como vacío, y aquél le replica con frases de su jardinero aplicadas a la disciplina artística, puede servir como metáfora del contraste entre cierto cine cargado de pompa y circunstancia y el cine sencillo, veraz, conmovedor y sin pretensiones más allá del reflejo verdadero de la humanidad (lo que no es poco).

Conversaciones con mi jardinero, historia moral sin moralina, de momentos de reparadora reconciliación con el ser humano, es una de esas películas.