Armin Jordan, director de orquesta
Cuando Armin Jordan sustituyó a Nello Santi en una Aida de Verdi en la Ópera de Zurich comprobó que la orquesta sonaba como anémica bajo su mando. Cavilando sobre la causa llegó a una brillante conclusión: Santi estaba gordo, muy gordo, y su corpulencia transmitía el anhelo de una sonoridad monumental. Él estaba a régimen entonces, y los truenos verdianos eran silbidos bajo su batuta. La causa, estaba claro, era su físico, la depresión que transmitía. Nunca le gustó demasiado su imagen, con ese rostro tan peculiar que habría de ser fundamental para que Hans-Jürgen Syberberg le utilizara como Anfortas en su Tristán e Isolda cinematográfico, que también dirigiría musicalmente. Siempre sintió el trac, miedo a aparecer en escena ante cada concierto. Antes de la enfermedad que le llevó a espaciar sus compromisos fumaba dos paquetes de cigarrillos sin filtro al día. Una vez tuvo que tirar la cama por la ventana de su casa porque había incendiado el edredón. Decía que fumaba por placer pero también para aliviar la soledad de los viajes que tan poco le gustaban (sí le agradaban los hoteles) y en los que disfrutaba viendo pasárselo bien a los demás, a los músicos de su orquesta libres de la rutina. Tenía atroces dolores de espalda y no hacía caso a los médicos que le recomendaban andar o nadar. Para él, el ejercicio físico era ponerse a dirigir. Esas cosas hacían de él un ser humano peculiar y un director de orquesta diferente, de quien podían esperarse grandes cosas, como sucedió hace dos temporadas en el Teatro Real de Madrid cuando dictó la mayor lección dada en su foso desde su reapertura con un Pelléas et Mélisande de Débussy literalmente inolvidable. O como haría en Ginebra en un Tristán sensacional, dirigido en lo escénico por Olivier Py y recién aparecido en dvd.
Jordan empezó aprendiendo piano y dirección de orquesta en el Conservatorio de Lausanne. Un arte que es mejor no aprender, el de dirigir, según decía. Así no imita uno a nadie. Observar a los grandes maestros le parecía el mejor camino. Lo logró trabajando con su pequeña Orquesta Pro Arte de Friburgo o como repetidor en el Teatro de Bienne-Soleure antes de ser contratado por la Opera de Zurich. Luego estuvo en Saint Gallen y en Basilea hasta que en 1973 se hizo cargo de la Orquesta de Cámara de Lausanne, cuyo nivel hizo crecer de forma tan rápida como insólita. Entre 1985 y 1997 fue titular de la legendaria Orquesta de la Suisse Romande, en una época en la que su presencia en los estudios de grabación (sobre todo los de la desaparecida firma francesa Erato) era casi permanente. Mozart, Ravel, Debussy, Schumann, Dukas, Wagner, Strauss, Franck... pasaron por sus manos en traducciones fieles y juzgadas por la crítica con un cierto cariño benevolente. Hasta que encontró a Mahler y dio la sorpresa que parecía no acabar de llegar nunca. La Cuarta Sinfonía, con la Suisse Romande y la soprano Edith Wiens, sorprendió por su acercamiento, frescura, limpidez. Y lo mismo sucedería con unas formidables Primera y Tercera., que demostraron que el acierto no había sido casual.
Libre de compromisos, en una edad en la que muchas músicas que se hacían por obligación se convierten en compañeras inseparables porque al fin se entienden por completo, Jordan, el que predicaba que el sonido y la emoción son las claves de cualquier interpretación musical, nos ha dejado. Seguirá su estela su hijo Philippe, nacido en 1974 y una de las grandes promesas de este oficio en el que su padre fue un artesano impecable y, por encima de todo, un personaje insólito.
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