Puntos
A un joven sevillano, vecino de La Luisiana, le cabe el raro honor de haber sido el primero de los conductores de este país en perder todos los puntos de su carné, el mismo día en que se iniciaba este ránking de infracciones, aparcamientos indebidos, velocidades excesivas del que desde ahora participaremos todos cuantos nos sentamos frente al volante. Según la Guardia Civil, el joven sevillano era una pieza de manual y resumía en su sola persona todas las violaciones de las leyes del tráfico: conducía ebrio, haciendo zigzag por la carretera, poniendo en peligro tanto la vida propia como la de los demás. Caso que se ha repetido, detalle más o menos, en el resto de España, donde el número de castigados con la rebaja de puntos asciende ya a varios miles. Con sus virtudes y defectos, considero que este asunto del carné por puntos hará sin duda bien en nuestras autopistas y evitará, tal y como proclama la publicidad del ministerio, que cada fin de semana dos o tres familias acaben trituradas en el interior de sus vehículos igual que nueces en una bolsa: por suerte, en tan sólo cinco días hemos presenciado cómo más de uno se lo pensaba dos veces antes de tomar el coche con unas copas encima o decidía evitar la calle en contramano que antes arrostraba sistemáticamente para alcanzar su plaza de garaje. Sin embargo, observo cierta tendencia de la DGT a mezclar churras con merinas y a gravar con idéntico castigo delitos contra la circulación de muy distinto pelaje e importancia. Todos estamos de acuerdo en que tratar de manipular volante y palanca con un teléfono móvil en el puño resulta una proeza de acrobacia que puede arriesgar la integridad tanto del que conduce como de quienes le acompañan, en los asientos o en la vía por la que transite; pero hacer merecedor a ese inconsciente de la misma sanción que se otorga a quien se introduce a contracorriente por el carril inadecuado de una autovía o a quien se salta un cruce es extremar el escrúpulo. No, aunque el hecho de robar sea en sí lo reprobable no se puede condenar a los mismos años de cárcel por sustraer una manzana de una frutería, atracar un banco o bajarse música de Internet, que, como nos recuerda la Sociedad de Autores, también supone un atentado tremendo contra el patrimonio del vecino.
Esta innovación del carné por puntos airea asimismo otras cuestiones, ideas a las que a menudo no prestamos atención pero que viven enquistadas en el fondo de nuestros cerebros, como tumores. Resulta difícil convencer a la población de que conducir a velocidad moderada es lo que conviene a una persona prudente cuando el máximo héroe de nuestro tiempo, el que nos adereza el gazpacho todos los domingos y ocupa uno de cada dos anuncios en los intermedios, es un jovenzuelo con el mérito de cabalgar endiabladamente en su aparato de Fórmula 1. Si el límite de kilómetros que pueden consumir unas ruedas en este país por cada hora de viaje se encuentra en ciento veinte, sigo sin comprender por qué los fabricantes presumen de sacar del horno, cada año que pasa, máquinas en cuyos salpicaderos podemos leer números alarmantes, que alborotan el pelo con sólo mirarlos. Es decir: el carné por puntos parece una medida adecuada, que sin duda mejorará los hábitos del tráfico y evitará terapéuticamente muchas de las muertes que salpican los periódicos. Pero lo que de verdad haría falta es convencer al conductor, transmitirle de modo que pueda comprenderlo sin ambigüedades, que debe manejar su coche ateniéndose a las normas no porque un radar vigile o se vislumbren sirenas en la distancia, sino simplemente porque compromete su seguridad y la de los que le rodean. En un mundo donde los individuos son valorados por la cantidad de bytes de su ordenador, la cifra mensual que invierte en hipoteca y el número que marca el cuentakilómetros, es complicado, pero necesario, pactar un lugar para la responsabilidad, para la convivencia. Si Kant hubiera poseído un Ferrari, jamás habría pisado el acelerador hasta quemarse las suelas; y no lo hubiera hecho por puntos ni por comas, no, sino por una cosa más escurridiza y también más importante: el sentido del deber, que después del sentido común es el menos común de los sentidos.
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