Sobre los ángeles
Querido Juan, La escena fue memorable, quizá como ninguna otra. La recuerdo ahora: te veo sentado en una silla roja, aislada a un lado del estrado, con las manos relajadas y cruzadas sobre tus rodillas como si por una sola ocasión parecieras un niño bien portado.
Un poco más allá, en el centro de la sala, el Rey de España Juan Carlos I y como telón de fondo, Las meninas en la corte de Felipe IV, desde donde el propio Velázquez nos observa asombrado con su paleta de colores y lo intuyo a punto de plasmar la escena de esta tarde de junio en Madrid, con todos nosotros atentos a tus palabras escritas que son leídas, desde un atril y en su justo tono, por el amigo y director de escena Lluís Pasqual.
Con ellas, recuerdo, nos narras tus lazos con España y mencionas una constelación de nombres luminosos, en su mayoría republicanos.
Tus palabras fueron un elogio a la rebeldía, como máxima suprema del artista y con razón, te preguntabas ¿quién puede negar que lo mejor del hombre le viene de su constante rebelión? Sólo así, en la noche rebelde, llega la aurora...
Yo oía y con frecuencia te miraba de reojo. Por un instante creí entrever en torno a tu figura un halo que no supe -ni aún hoy he sabido- descifrar si era demoniaco o celeste.
Pero ahí estaba, como se hace presente en muchas de tus pinturas habitadas por esos seres que nos exceden: El recreo de los ángeles, San Jerónimo y los ángeles, Ángel de la guarda... Hasta tu retrato de María Zambrano se me aparece como un gran personaje alado, un ángel de luz y ceniza. Ángeles que transitan entre los vivos como en La novia vendida o entre las almas, La niña muerta.
Coro de ángeles, también, en tu enigmática pintura La playa, de 1943, con la presencia del propio diablo incluido. Ángeles en las cuatro esquinas de tu cama y un arcángel anunciador dibujado en sanguina por ti, como apunte para el retrato de Ignacio y Sofía Bernal, desplegaba cada noche sus alas en la cabecera de mi lecho en la estancia oaxaqueña de San Felipe del Agua...
Nimodo, en todo ello divagaba aquella tarde en la sala de Las meninas del Prado, con motivo de la entrega a tu obra del Premio Velázquez.
Pensé, también, en tu destino de rara avis que ha hecho de la libertad y la rebeldía sus alas y de una luz agria su vuelo. Al fin y al cabo, no puedo evitar al despedir estas líneas que te envío, transcribir el inicio de la segunda de las Elegías del Duino, de Rilke: "Todo ángel es terrible. Y, sin embargo -¡desdichado de mí!- pájaros del alma casi inmortales, yo os invoco sabiendo lo que sois".
Frederic Amat es pintor.
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