De otro planeta
Cuando la cultura intenta medirse en cifras exactas, a la cultura no le salen nunca las cuentas. Se ha celebrado en Madrid el Liber, aunque puede que celebrar no sea el término más pertinente. La conclusión a la que han llegado unos y otros, libreros, editores, escritores, tras un extenso repaso de las cifras que traían en sus portafolios, no puede sorprender a nadie a estas alturas. Ni a los que nos dedicamos a esto de los libros, ni a los civiles, que se han acostumbrado, hace tiempo, a que cualquier reunión del mundo de la cultura termine siempre pareciendo el entierro de la sardina.
Se confirma la crisis del sector. No pasa nada, también está en crisis la remolacha, y ya se prepara en Bruselas la correspondiente pelea. A menudo se olvida que la Europa de las subvenciones y las compensaciones se extiende mucho más allá de nuestro pequeño negocio. Algo tienen las encallecidas manos de los camioneros, o los recolectores de remolacha, que las hacen más dignas cuando piden, e incluso cuando exigen, que las afeminadas manos de los vagos culturales. Algo habremos hecho mal cuando el resto de honrados y sufridos trabajadores de este país nos percibe como una panda de llorones, mientras cargan contra el ministerio más cercano para ver cómo va lo suyo. Tal vez, parte del error esté en no conseguir explicar, ni siquiera explicarnos a nosotros mismos, que la cultura de una sociedad no se mide en beneficios contables, que el cuidado de un tejido cultural saludable está destinado, fundamentalmente, a la mejora de la especie, y que sus beneficios afectan a cada uno de los gestos de un pueblo, desde la comprensión de los problemas propios y ajenos a la aceptación de nuestras diferencias, identidad, sexo y fe, incluidas, pasando por la búsqueda de una escala de valores que se sustente en algo más sólido que el poder adquisitivo, la fama, o el peso que nuestras decisiones ejercen sobre las decisiones de los demás. En resumen, hemos fracasado, y fracasamos una y otra vez, en explicar claramente que el conocimiento es rentable y que la ignorancia resulta, a la larga, ruinosa. Desde esta perspectiva, no parece fácil medir la crisis o la bonanza de nuestro sector. El problema se extiende mucho más allá de este gremio y es, con pequeñas variaciones, el mismo en cada una de las esquinas de eso que llamamos cultura.
Cuando las casas de discos decidieron que era más rentable producir Bisbales que tratar de comercializar a verdaderos artistas, inició el descenso que les ha llevado a las mantas. Nadie parece preguntarse por qué en estas mantas no se venden discos de Van Morrison, o películas de John Ford, y por qué, salvo distracción de algún copista, no hay nada que tenga verdadero valor en el negocio de las copias ilegales. Los dueños de la industria cultural han degradado paulatinamente sus contenidos, hasta tirarlos por el suelo. No tiene mucho sentido que se pongan a llorar ahora. De igual manera se han ido masacrando los verdaderos editores en España, hasta su casi total extinción, y con ellos gran parte de la salud del sistema editorial. Los genios que trataron de maximizar este negocio se encuentran ahora con que los números no les salen. A falta de otros beneficios, verdaderamente culturales, el balance resulta, claro está, negativo.
Como ha demostrado Juan Marsé, ese caballo de Troya del imperio editorial, la bufonada de los grandes premios, o la bufonada de las grandes ventas, no pertenecen exactamente al mundo de la literatura, aunque sí al de los libros, lo cual nos llevaría a preguntarnos qué demonios son los libros, para qué sirven, y cuál es la importancia de que se lean o se dejen de leer, y ampliando esta pregunta, habría que tratar de tener claro de qué hablamos cuando hablamos de amor, que decía Carver, o lo que es lo mismo, qué sentido tiene una cultura que desconoce su propia naturaleza y la naturaleza de sus objetivos.
La pataleta de Marsé, en el corazón mismo del gran negocio del libro, no es sino un grito desesperado porque el mundo de la cultura recupere el respeto que se debe a sí mismo. Sin ese respeto, más vale que nos vayamos todos al carajo de una vez y dejemos de molestar a la gente.
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