Quijote
Vaya lote de Quijote: es la expresión que brotó de los labios de mi amigo Manolo, filólogo él y profesor de Secundaria, cuando regresó de ver la programación de actos de la Biblioteca Pública de Sevilla para conmemorar la aparición del mayor tesoro de nuestras letras, como diría un manual franquista. Y en la misma expresión prorrumpen los míos siempre que entro en una librería y me toca inventariar las pilas de nuevas ediciones de la novela que se acumulan en las esquinas, junto a las añejas de papel biblia a dos columnas, adornadas con el frontispicio de Cervantes siendo aguijoneado por la musa. Vaya lote, sí: los aniversarios, se produzcan a 10, 50 ó 100 años vista, siempre se caracterizan por la muchedumbre; cantidad de versiones anotadas, publicaciones señeras, clásicos con tapas de cartoné y filigranas de oro en el lomo, todo a mayor gloria de un autor y una obra que pasarán más tiempo en las estanterías del salón, donde podrán admirarlos reflexivamente las visitas, que en las manos de lector ninguno. Porque las efemérides proyectan ese efecto paradójico sobre la literatura que pretenden homenajear: al enterrarla entre adjetivos esdrújulos y entregársela a la universidad y los ateneos, la obra se corrompe y cuartea, empieza a envejecer, a petrificarse como esa pobre mujer de la Biblia que no debió mirar atrás. Lo comprobamos en los centenarios de Lorca y Borges: aquellas páginas cercanas, que habíamos oído expresarse a media voz en la tibieza de nuestros dormitorios, se convirtieron de repente en eslóganes de altoparlante, subieron a las bocas de políticos y tertulianos de televisión y se extraviaron en los centros comerciales.
En Sevilla, detrás de la calle Sierpes, un mazacote de bronce con la efigie de Cervantes sirve para asustar a los niños e invitar a las palomas a liberar sus intestinos. No se puede calcular con exactitud cuánto daño han hecho estatuas como ésta a su pobre literatura, ese organismo que alguna vez estuvo vivo y hoy es una cosa disecada, protegida tras una vitrina para que los biólogos levanten actas. Mucho me temo que el dichoso aniversario que masifica librerías y bibliotecas ha de servir, más que para rescatar ese pájaro prisionero, para hundirlo debajo de nuevas capas de yeso y parafina. Palabras estruendosas como clásico, cumbre, inmortalidad no hacen más que aturdir al lector potencial y obligarle a escurrirse por la puerta de atrás, con el deseo de liberarse de esa avalancha de mármol que se le viene encima. Digámoslo sin ambages: el Quijote es, primero y ante todo, una broma, una obra que fue escrita con el fin de despertar carcajadas, o, cuando menos, de alejar la sombra de la melancolía que amenazaba a un hombre internado en una celda. El Quijote fue escrito como pasatiempo, como literatura de asueto, como paréntesis entre obligaciones o lecturas más sesudas y profundas, como huida, que es el destino de toda literatura auténtica y comprometida. Pero por una retorcida ironía del destino, esa levedad acabó convirtiéndose en roca maciza y ahora es esta antología de chistes y situaciones disparatadas la que se respeta como una sutil radiografía de las miserias humanas etcétera. A mí se me ocurre una forma idónea de celebrar este cuarto centenario: arranquen las estatuas y dejen que el fantasma de Cervantes vuele grácil de una vez y se marche con esas palomas que a veces tanto le mortifican.
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