¡No es sangre, idiota, es ketchup!
Hubo un tiempo en que los grandes líderes políticos atraían la admiración de los grandes artistas. El frío y negligente Warhol veía en Nancy Reagan a la nueva Evita, y su esposo era el insobornable sheriff de la Casa Blanca. Los pizzicattos de la Factory eran los palanganeros de las fiestas más sobradas; rodeados de estrellas caídas, sabían engrasar con foie y caviar los mecanismos de la celebridad. No era muy difícil, lo habían aprendido en la pantalla de la tele. Ahora el gran artista busca la complicidad de la audiencia, expulsa de la pantalla al líder y le hace comerse su propia basura.
Paul McCarthy (Salt Lake City, 1945) teatraliza el poder en su performance Picadilly Circus (2003): en una escena vemos las marionetas de George W. Bush, Osama Bin Laden y la Reina Madre, desnuda, que se encuentran en un sótano. Bush junior está ocupado trabajando en un instrumento consistente en un tubo con dos agujeros a través de los que debe pasar un líquido, pero de repente sale disparada una gruesa línea marrón. Merde de artista y culo al aire. En otra escena de Bunker Basement, del mismo año, W se dedica a su obsesión, cortar agujeros en su cabeza, en las paredes y el techo, sierra sin cesar pequeños círculos, acelera el motor devorador y perfora en diagonal los corredores para abrir una vista que dé al sistema de alta seguridad de un banco, convertido en sala de exposiciones. El cajón blindado está lleno de pasteles y ketchup; y cuando los tres personajes se reúnen para tomar el té, intentan meterse los dulces en los agujeros que encuentran en sus propias cabezas, donde, conforme a sus deseos, hay más huecos de los que normalmente tiene la especie humana. En las acciones de McCarthy, la mutilación, la defecación, el vómito, la sodomía, la masturbación o la desnudez registran un deseo activo de parodia de los excesos de la vida norteamericana y del falso idealismo de un mundo (in)feliz, como Disneylandia, las películas de serie B, las series de televisión o los cómics. Un esputo de mayonesa en la cara del poder es mejor que tres docenas de Elvis y un cadáver mutilado rodeado de jugo de tomate más impactante que cincuenta Marilyns.
Sus acciones registran un deseo de parodia del falso idealismo de un mundo feliz
La sabiduría sibilina de McCarthy en la representación de las relaciones sociales de poder en un teatro abyecto que remite al orden patriarcal como lugar de profundas perturbaciones, le ha convertido, junto a Mike Kelley -con quien realizó sonoras performances a principios de los noventa (Heidi)- en un autor de culto, verdadero látigo del político (Carter Replacement Mannequin, 1980), del ama de casa (Mother pig, 1983) o también del artista (Painter, 1995), a través de acciones que registra en vídeo, instalaciones, esculturas, dibujos y escritos, que representan caracteres híbridos o estereotipados que el artista asume con la ayuda de máscaras o disfraces.
El Centro de Arte Contemporá-
neo (CAC) de Málaga muestra, en su primera exposición en España, una selección de doscientos dibujos, dos instalaciones, dos esculturas y cinco vídeos -Black & White tapes (1970-1974), Sailor's Meat Sailor's delight (1975), Bossy Burguer (1991), Painter (1996) y Wild Gone Girls (2003)-. El título de la muestra, Brain Box, dream Box, alude tanto a su relación con el arte minimalista como a su modo de trabajo, guiado por la razón y el orden de lo simbólico. A McCarthy se le ha relacionado con el accionismo vienés de Otto Muehl, pero a diferencia de éste, no le interesa la autenticidad de los sentimientos reprimidos.
"Mi trabajo no tiene nada que ver con la sangre, es sólo ketchup", afirma. Su obra es depositaria de la tradición de la performance de finales de los sesenta (estudió con Kaprow rodeado del glamour de los estudios cinematográficos de Los Ángeles), del cine experimental de Stan Brakhage, Bruce Connor y Andy Warhol, y del minimalismo de Donald Judd. Su primera performance, en 1966, era un homenaje al "salto al vacío" de Yves Klein. "Fue un salto patético", declaró más tarde. Pero la hizo como reacción al embuste de la fotografía trucada por el artista francés, que asoció con el espíritu mentiroso de Hollywood.
En los últimos trabajos de Paul McCarthy, el perfil oculto de su país, Estados Unidos, se convierte en más explícito. La América sideral es brutal: un saloon y una oficina del sheriff donde el artista vierte obsesivamente líquidos de hamburguesa como sustitutivo de los humores corporales.
En un país donde las fuerzas de la guerra son las fuerzas de pacificación y donde el recluta estadounidense ha dejado de ser famoso durante quince minutos, ni la economía ni la ideología ni la religión son la solución. ¡Oíd, idiotas, es el ketchup!
Brain box, dream box. Paul McCarthy. Centro de Arte Contemporáneo de Málaga. Alemania, s/n. Hasta febrero de 2005.

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