Pablo Neruda
De todo aquel tiempo, quedaron sus palabras. Lo sabemos ahora, aunque hace años que ya lo intuíamos. De todo aquel tiempo de cualquiera, de todos nosotros, de la generación de uno, de los que eran mayores también, y de los que eran algo más jóvenes. De todo aquel caudal de personas y luces, de intensidades y tonos; de todos aquellos campos y quimeras quedaron sus palabras. De todos aquellos tiempos precarios; del régimen siniestro, de sus esbirros. De aquel nacionalismo falso y ridículo de Franco, perturbación que hoy otras gentes erradas tratan de imponer, en un escenario diferente, aunque con similar intolerancia de fondo. De aquellas ciudades sombrías, incluso Barcelona que ya es decir; de aquel tiempo de amores y fracasos, de viajes enaltecidos, de regresos oscuros, de carencias diversas, de nieblas y ruido, de comisarías y censuras, de reuniones al anochecer en gabinetes de abogados y en parroquias de curas revolucionarios. De aquellos policías paletos y malvados; de aquellas desnudeces por las playas nocturnas; de aquellos amores locos y sabios en los acantilados; de aquellos cuartos con los carteles de rigor; de aquella dificultad para entendernos con tantos mayores; de aquellas ilusiones grandes y difíciles; de aquellas luces de las ciudades que veíamos desde los expresos de madrugada, envueltos en frío, duda y esperanza; de aquellos nosotros todos que fuimos; de aquel teatro que nos gustaba, del cine, de los libros, de la música, de las manifestaciones, del dolor ante el terrible 11-S de 1973 en Chile; del cadáver de Salvador Allende. De todo aquello, y de la muerte aciaga del poeta doce días después, de todo nos quedan los versos de Pablo Neruda, que ayer habría cumplido cien años, y que hoy cumple cien años y un día, vivo en la libertad nuestra, hermano marino y homérico, padre que construyó las emociones más queridas a treinta mil kilómetros de la Mancha, misterio del idioma castellano, Cervantes nuevo, andino y oceánico. Y por eso puedo escribir la columna más triste esta tarde, la más alegre. ¡Ah las rosas del pubis...!
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