El paleontólogo
Este niño de siete años es un prodigio. Me cuenta que en el pueblo suyo -pueblo granadino del interior- el pequeño huerto de su padre es ya el único de la localidad donde no se echa veneno para matar insectos y hierbas, con lo cual se llena diariamente de pájaros en busca de comida sana, así como de gatos que acuden con la ilusión de despachar a un jilguero o un pinzón en condiciones. Me dice que los viejos del lugar se empeñan en matar los últimos lagartos -el otro día acabaron con uno de ochenta centímetros-, pese a estar protegidos por la ley. Me confía que está criando nueve conejillos "que no tienen madre", y que los devolverá al campo cuando crezcan. ¿Y si los comen las águilas, que por estos pagos todavía asoman de vez en cuando? No se inmuta ante pregunta tan impertinente. Las águilas, contesta, también tienen que alimentarse. El maestro, me dice a continuación, les lleva a menudo al río, donde les descubre pequeñas criaturas acuáticas y les enseña los nombres de las plantas que pueblan las riberas. Luego me habla de su colección de fósiles, todos recogidos en los alrededores. Me explica que demuestran que hace millones de años toda la zona estaba al fondo del mar. Y me declara, solemnemente, que cuando termine el bachillerato, por supuesto aún no empezado, será paleontólogo. ¿Cómo puede un niño de siete años conocer tal vocablo y, lo que es más, pronunciarlo con convicción?
Al escucharle recuerdo una conversación en Granada, hace tal vez un año, con la consejera de Medio Ambiente de la Junta, Fuensanta Coves. Según me refirió la misma, ya se da frecuentemente el caso en Andalucía -y hay que suponer que en el resto del país- de niños que reprenden a sus padres, o a sus abuelos, por la comisión de actos reputados por ellos, gracias a las enseñanzas recibidas, de antiecológicos. O sea, hábitos tan arraigados como tirar un papel a la calle, dejar correr un grifo u olvidarse de quitar una luz innecesaria. Para la consejera se trataba, con razón, de una buena señal, de una indicación de que poco a poco esto avanza, despues de tanta inconciencia y desidia.
Este julio mi amigo pasará una semana asistiendo a una escuela de verano cerca de Pinto, en las afueras de Madrid. Y no a una escuela cualquiera, sino a una que se dedica a iniciar a los jóvenes en las técnicas de la excavación. Apenas se lo cree. Devorador de libros de dinosaurios -me habla con ojos brillantes de El mundo perdido de Conan Doyle, tal vez el más apasionante de todos, como no podía por menos de esperarse del creador de Sherlock Holmes-, está convencido de que le tocará allí arriba el hallazgo de un fósil descomunal. Y si no resulta así, concluye, tampoco será un desastre porque les van a explicar, entre otras cosas, cómo nuestros antepasados preparaban sus puntas de flecha para poder ir a la caza debidamente equipados. Encontrarse con un niño a quien le han transmitido padres y maestros el amor a la Naturaleza, que ya se siente con vocación de protector del medio ambiente y que va a ser un paleontólogo, nada menos, es un lujo. Javi, la verdad, me ha levantado el ánimo.
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