Fernando Lázaro tuvo treinta años
He dejado pasar la estela funeraria, nunca mejor dicho, de Fernando Lázaro para hacer mi nota necrológica particular y dejar mi testimonio obligado sobre nuestras relaciones, no siempre cordiales, y sobre mis muchas deudas con él, en mi propio descargo y en homenaje suyo. Fue mi profesor en la facultad y, por tanto, el Fernando Lázaro que yo recuerdo es el hombre joven, todavía preacadémico, abriéndose paso en la jungla de las rivalidades y, por supuesto, sin la aceptación social que después tuvo. No era hombre de mi devoción, por aquellos primeros años cincuenta de la interminable Guerra Civil. En las eternas banderías españolas y con mi intransigencia juvenil y reivindicativa a cuestas, yo estaba en el otro bando, aunque su posición más bien templada y ya contemporizadora no nos lo hacía un enemigo, sino, lo que era peor, un descomprometido. Pero a la hora de hacer mi tesis doctoral acudí a él, porque en la Facultad de Letras de Salamanca de aquellos años no había nadie que pudiera dirigirme en el tema que yo había elegido.
Fui a verlo en el Colegio Mayor San Bartolomé, que él regentaba, y de entrada me dijo que no. Le había propuesto trabajar sobre Baroja y se disculpó diciéndome que era un tema peligroso en aquellos tiempos y significativo. No obstante, acabé haciendo la tesis con él sobre Baltasar Gracián, porque por entonces ya le preocupaba la estética conceptista. Eran los años de la estilística de Dámaso Alonso y no habíamos entrado todavía en el estructuralismo, él no había llegado a los Dardos de su última fama popular, pero estaba ya en la edición de El buscón. Fue el mejor profesor que tuvimos, por su claridad expositiva, su honradez académica y su rigor intelectual. Como buen aragonés, no se andaba con componendas ni tenía pelos en la lengua. Su análisis del soneto de Quevedo A una nariz es un extraordinario ejercicio de ingenio y de sabiduría lingüística.
Probablemente era menos conservador de lo que parecía y, con gran sorpresa, descubrí que, en uno de sus textos didácticos, defendía la denominación de "castellano" para nuestra lengua, contra la sacralizada opinión oficial de Menéndez Pidal, de "español". En las Conversaciones de Cine de Salamanca del año 55, tan tergiversadas y tan aprovechadas con fines espurios, leyó una comunicación memorable, en la que se levantó a contracorriente por el abusivo empleo de la palabra y del concepto "realismo", utilizado por los dirigentes de la reunión, comunistas clandestinos, con Bardem a la cabeza, como arma arrojadiza contra el cine franquista de teléfonos blancos y fastos imperiales, diciendo provocativamente que no conocía más realismo que el de la escuela realista de la novela del siglo XIX. Después pasaron los años y no lo volví a ver hasta el 93, cuando lo recuperé por un deslumbrante artículo en el que saludaba elogiosísimamente la aparición de mi primera novela. Naturalmente, me olvidé de mis viejas reservas y de mis prejuicios, y lo vi a una nueva luz de generosidad y de comprensión. Nobleza obliga. Para entonces, él ya no tenía 30 años, ni yo tenía 25. Una postrera nota suya manuscrita, en la que el ictus cerebral deshacía su letra hasta la ilegibilidad, sobre mi última novela fue la nueva deuda que contraje con él y que ahora trato de pagar.
Luciano G. Egido es escritor y periodista.
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