El jardín de Bohr
"RECUERDO CON bastante claridad nuestra conversación en mi despacho del Instituto, en la que en términos vagos hablaste de forma tal que sólo podía darme la impresión de que, bajo tu liderazgo, en Alemania se estaba haciendo todo lo posible para desarrollar armamento atómico y que dijiste que no había necesidad de hablar sobre los detalles ya que los conocías perfectamente y que habías pasado los dos últimos años trabajando de forma más o menos exclusiva en ello". Quien escribió estas líneas fue Niels Bohr, el físico danés que en 1913 desarrolló un fructífero modelo atómico, que daba cabida a los cuantos de energía de Planck; el mismo Bohr cuya influencia marcó el desarrollo e interpretación de la mecánica cuántica. Formaban tales líneas parte de una carta (recientemente sacada a la luz) que no lleva fecha, pero que Bohr sin duda escribió en 1956 o poco después, aunque nunca llegó a enviar. Su destinatario era Werner Heisenberg, en otro tiempo su amigo y protegido; el Heisenberg que deslumbró al mundo de la ciencia, asegurándose un lugar permanente en la memoria histórica, cuando en 1925, con 25 años, desarrolló la primera forma de mecánica cuántica, una teoría que permitía explicar mucho del mundo atómico.
En su carta nunca enviada, Bohr se refería a un encuentro que tuvo con Heisenberg cuando éste le visitó en Copenhague en septiembre de 1941, en, por consiguiente, plena Segunda Guerra Mundial, con Dinamarca ocupada por los ejércitos de Hitler. Especialmente desde la publicación en 1956 del libro de Robert Jungk, Heller als Tausend Sonnen (Más brillante que mil soles), dedicado a explicar cómo se desarrolló la energía nuclear y su temprana aplicación militar, y que incluía el fragmento de una carta de Heisenberg a Jungk, en la que aquél manifestaba que nunca quiso que Alemania dispusiese de bombas atómicas, la cuestión de qué fue lo que Heisenberg hizo, o pretendió, realmente cuando trabajó bajo el régimen nazi en el dominio de la fisión del uranio, ha sido objeto de permanente e intenso debate, así como de análisis histórico. Un debate y análisis que con frecuencia han estado profundamente influidos por posiciones ideológicas.
Pero no es de esto de lo que quiero hablar en la presente ocasión, sino de un detalle de la carta de Bohr que comencé citando: "Recuerdo con bastante claridad nuestra conversación en mi despacho del Instituto...". Heisenberg y Bohr se encontraron, por consiguiente, en la oficina que el físico danés tenía en su Instituto de Física de Copenhague. Comparemos este detalle con un elemento central en la obra de teatro de Michael Frayn, Copenhague, que desde su estreno en mayo de 1998 en el Royal National Theatre de Londres ha dado la vuelta al mundo, habiendo sido también representada en Madrid entre abril y junio del presente año. Copenhague trata precisamente de lo que, sobre la posibilidad de construir bombas atómicas, pudieron hablar Bohr y Heisenberg cuando éste visitó a aquél en 1941; de lo que el antiguo joven discípulo pudo haber contado al viejo maestro
... o pretendido averiguar de él. Pero el punto que a mí me interesa ahora es que para desarrollar su trama, Frayn sitúa su historia en la casa de Bohr, con la presencia de la esposa de éste, Margrethe, y que la conversación crucial, que el espectador nunca llega a escuchar, tiene lugar en el jardín de la casa, una espléndida mansión que le proporcionó la fábrica de cervezas Carlsberg, como testimonio de admiración. Espléndido como recurso narrativo y dramático, pero lejos de la con frecuencia más prosaica realidad.
¿Importa esto? ¿Debemos criticar al escritor por falsear la historia? Por supuesto que no. De lo que se trata, ya sea en el teatro o en una novela, es de sumergir a una audiencia en una historia, que ésta atraiga, poderosa, irresistiblemente, su atención. Si esa historia tiene que ver con la ciencia, lo importante es que no se deformen los contenidos científicos cuando éstos aparezcan: que no se transmita a los espectadores-lectores ideas falsas de lo que la ciencia dice acerca del funcionamiento de la Naturaleza. Lo demás es secundario. Confieso que cuando asistí a la representación de Copenhague en Madrid, durante un buen rato me sentí incomodo: el Heisenberg que se me presentaba no se parecía al que yo conocía de tantas fotografías, al que incluso vi personalmente dos veces; éste no llevaba, por ejemplo, gafas y sí el actor que le representaba. En cuanto a Bohr, en el escenario madrileño se comportaba con una decisión y rapidez, de actuación y expresión, que contrasta con el carácter dubitativo y el habla vacilante del Bohr real. Y dudo mucho que la Margrethe Bohr auténtica participase jamás tan plena e intensamente en las discusiones que su marido llevaba a cabo con colegas, aunque hubiesen sido tan cercanos en otro tiempo como Heisenberg.
En los últimos años parece florecer la novela histórica que recurre a la ciencia y a los científicos. Es una buena noticia para todos aquellos que desean que la ciencia penetre más de lo que ha hecho hasta el momento en la sociedad, para que desaparezca ese nefasto concepto de "las dos culturas", la humanística y la científica, separadas, como escribió Charles Snow, por un abismo de profunda incomprensión. Y en esa novela histórica científica son muchos los recursos posibles. Desde construir historias que constituyen a la que vez que apasionantes narraciones, aportaciones novedosas y rigurosas a la historia de la ciencia como disciplina: el caso de la recientemente publicada novela La medida de todas las cosas, de Ken Alder, que trata de la medición de un arco de meridiano para establecer una medida universal de longitud, el metro. O que un novelista utilice profusamente la extensa literatura histórica ya existente para componer una brillante novela, como hizo Jorge Volpi con En busca de Klingsor. La ciencia, su situación actual y su historia, al igual que los legos científicos, se beneficiarán con todo ello. La literatura, esa caja de Pandora en la que todo cabe, también. Otra cosa es, claro, lo que sucederá con los escritores implicados cuando no tengan a su disposición el arsenal de documentos históricos que tan espléndidamente utilizaron una vez. Y es que la literatura suele ser un juez paciente y de largo recorrido.
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