Terenci de los ángeles
Fue mitómano porque, con razón, encontró la fantasía más habitable que la realidad. No necesitó salir del armario, porque siempre estuvo fuera de él. Aparentó ser narcisista para protegerse mejor, sin poder ocultar su inmensa ternura y capacidad de amar. Y, en definitiva, era demasiado singular para que su hueco pueda ser llenado. Terenci se nos ha ido definitivamente al reino de los ángeles andróginos que tanto amaba y que le aguardaban con una gigantesca colección de vídeos y de DVD.
Supo plantar en pleno franquismo la bandera de la insolencia irreverente y, cómplice de la mirada camp que nos enseñó Ángel Zúñiga con Una historia del cine, profundizó su rebeldía con una desbordante imaginación transgresora. Su origen social modesto y la sordidez del franquismo le empujaron a encontrar en la pantalla cinematográfica un ventanal abierto para volar al mundo de los sueños, para viajar con la imaginación a El Cairo, a Nevada o al Coliseo romano.
Fuimos muchos los que encontramos en el cine un bálsamo de consolación en el primer franquismo. Pero, a diferencia de algunos de nosotros, que nos orientamos más bien hacia los usos políticos del cine, amamantados por la pedagogía marxista, Terenci -que había padecido en cambio la condición obrera en sus carnes- optó por elaborar una mirada culta y redentora sobre la cultura popular que no se avergüenza de serlo. Y así, con la naturalidad con que se respira, Terenci fue vertebrando informalmente una contrahistoria del cine, en donde sus luminarias eran Sal Mineo, Steve Reeves, Ninón Sevilla o María Móntez, los peplums que llegaban de Cinecittà y los musicales de Hollywood.
Fue el cine, pero también los cómics -antes que de ellos se ocupara Umberto Eco-, a los que Terenci dedicó en 1968 el libro pionero Los cómics. Arte para el consumo y formas pop, cuyas galeradas corregimos en el Café Oro del Rhin. Y cuando los curas gobernaban todavía nuestra censura, no ocultó su interés por los placeres sadomasoquistas, con sus mártires cristianos desnudos, un interés intelectual que incluso quiso explorar en la casa de Maîtresse Michelle, "diplomada en sadomasoquismo en Amsterdam", como rezaba su publicidad, y por la que Berlanga también manifestó su interés.
Creo que fue grafómano, como su coetáneo Manuel Vázquez Montalbán, porque cuando empezaron a escribir les pagaban una miseria por cada folio y esta precariedad les empujaba a la alta productividad. De ahí salieron sus fecundos filones literarios, del Egipto faraónico hasta la farsa de la alta sociedad, pasando por la novela histórica.
Fue Terenci un poco una versión nuestra y estridente de un Dumas de los sentimientos. De sus éxitos literarios -que dieron pie a una tesis doctoral en la Universidad de Lyón- hablarán otros cronistas. Yo quiero recordarle pegado a la pantalla de su ordenador, porque el último Terenci fue un ciberterenci, jugueteando con los programas de coloreado de fotos de los artistas que nutren sus colección Mis mitos del cine, de los que tenía en el telar los años sesenta cuando le sorprendió la muerte. Y nos dejó con sus memorias truncadas.
Acabo de escribir que le sorprendió la muerte. No es cierto, porque entre sus aficiones -como en Baudelaire, Rimbaud, Hemingway- estaba su pulsión autodestructiva. Y, con perseverancia, la ha llevado a cabo hasta el final.
Román Gubern es catedrático de Comunicación Audiovisual de la UAB.
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