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Columna
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Tentación

Félix de Azúa

Es cierto que en el coche sonaban las Lamentaciones de Cavalieri, una música que exige cierta presencia de ánimo, pero seguramente fue la lluvia, menuda y terca, que no había dejado de caer en toda la semana. O quizás la inesperada transfiguración de aquellos campos que conocía de memoria. El agua había borrado el habitual aspecto africano, enjuto y calcáreo, las breves manchas de encina, los pinares, la geometría parda del cereal. Ahora estaban saturados, la hierba crecida, los cardos altos y azules, los terrones empapados. Algunos cultivos inundados extendían espejos grises que aún bajaban más la losa del cielo sobre su cabeza. Un castillejo que domina desde la sierra, asomaba como un fantasma entre el vellón de nubes rasgadas. Tanto depende del agua.

Una semana de lluvia, sólo una semana, había bastado para trocar aquel lugar, para él lo más próximo y familiar, en un cremoso barrizal flamenco, una tierra que no podía pisarse con alpargata y era obligado el zueco. Pero lo que más le agobiaba era la tierra misma, carnosa, boquiabierta y dispuesta a engullirle. El paisaje de toda su vida, ceñudo y duro, no invitaba al reposo, pero aquellas glebas rojas y voraces parecían llamarle como ya antes habían llamado a millones de hombres durante millones de años en los países con ríos verdaderos. Ahora le estaban llamando a él, extranjero en su propia tierra.

Tuvo que detenerse en un recodo de la carretera y apagar la radio. No era la lluvia lo que le cegaba el camino, o bien la lluvia había empapado su cabeza y comenzaba a formar allí dentro, en la oscura orografía de la conciencia, sus propios ríos. Se sintió furioso por el signo de interrogación con que había sido condenado desde el nacimiento, aquella perpetua sequedad que ninguna lluvia podría limpiar jamás de su memoria. No podía reconciliarse.

Durante unos minutos estuvo tentado de despedirse de sí mismo. Sólo fueron unos minutos. Luego giró la llave de contacto, se dijo que pronto volvería la sequedad, que los campos se agostarían, los cardos volverían a ser un puño de espinas, la tierra le despreciaría. Se sentiría, de nuevo, en la patria.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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