Un reloj para el presidente
A ver si algún aficionado se siente generoso y le regala un reloj a Pablo Colmenarejo, presidente de esta corrida. El que lleva a la plaza debe ser el que le regalaron de niño, cuando hizo la primera comunión y, claro está, semejante peluco se le parará cada dos por tres y así no hay manera de que pueda saber si han pasado ya los minutos reglamentarios para el toque de clarín.
Con este viejo reloj de la infancia, las corridas que presida Colmenarejo llevan camino de terminar con las claras del día. En la de ayer, Jesulín de Ubrique y Enrique Ponce oyeron sus correspondientes avisos con más de tres minutos de retraso. Y como luego ambos se permitieron dar una vuelta al ruedo lenta, parsimoniosa y con mucha flema y cachaza, pues, lo dicho: pudimos haber salido de la plaza con el lucero del alba. Las corridas de este siglo XXI se caracterizan por la larguísima y pesada duración del último tercio.
Durante los dos primeros, sólo podemos ver lances de compromiso a la verónica, todos con el paso atrás. Una varita simulada por parte de los picadores y un turno de banderillas acelerado y de trámite, con alguna excepción de vez en cuando como la de Francisco Javier Rodríguez, subalterno de la cuadrilla de Jesús Millan, que ayer saludó, desmonterado, después de dos magníficos pares.
Luego vinieron las interminables faenas de muleta. Como la de Enrique Ponce al cuarto toro. Faena típicamente poncista, con mucho toreo en paralelo y superficial en la primera parte, aderezado con el uso del pico y despidiendo al morlaco hacia afuera. Con ese toreo se pueden dar hasta mil y un muletazos. Después vinieron cinco o seis pases toreando de verdad para que veamos que también sabe hacerlo. Y, por último, sus monerías con más teatro que toreo. Así no se extraña su colección de avisos por todas las plazas y sus indultos de algunos toros, porque los toros que torea Ponce vienen y van, vienen y van, sin castigo, como los de los rejoneadores y, claro está, que así no se agotan nunca. Con el que abrió plaza consiguió sacarle algún natural aceptable a base de pisarle el terreno y entregarse.
Jesulín de Ubrique tuvo que recurrir a las mañas de sus tiempos frívolos para conseguir los aplausos de un público que estuvo muy cicatero con él. La faena al quinto, al que se enfrentó espoleado por el triunfo de Ponce en el toro anterior, la empezó con frialdad y sin cruzarse, aunque bien es cierto que toreó con mando y largura. Como el público no mostraba mucho ardor se decidió por terminar con el pase de la tortilla, desplantes arrodillado de espaldas al toro y otras lindezas.
Jesús Millán tuvo un toro incierto y quedado y otro inválido e imposible. En los dos superó los problemas a base de ánimo y decisión. En el tercero empezó bien y acoplado. Le aplaudieron mucho los banderazos por alto con que remataba las series. El último de la tarde no permitía el lucimiento y, a pesar de ello, Millán lo buscó con el recurso del arrimón y los rodillazos. Algunos pases tuvieron mérito por la prolongación que dio a la embestida de un burel que a duras penas se tenía en pie.
En la corrida se cortaron cinco orejas, la mayoría regaladas. Y es que el público, cuando adquiere en taquilla su localidad, se cree con derecho a conceder los trofeos a todos los toreros y, si no lo consigue, piensa que lo están estafando.
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