Corrupción
El pasado 3 de mayo, cuando presentaba en Baza las candidaturas del PSOE para las últimas municipales, Manuel Chaves afirmó rotundo que, en su partido, la corrupción se había "extinguido completamente". Después de lo visto esta semana, no hay duda de que era demasiado optimista.No existe razón para sorprenderse por lo de Sanlúcar. Lo sorprendente habría sido que la corrupción se hubiera extinguido espontáneamente, sin que se tomara ninguna medida: no se ha creado ningún filtro que detecte a los corruptos, los dirigentes son los mismos de antes y, además, no parecen ser muchos los que tienen clara la idea de que la responsabilidad política es algo más que una fuente de empleo y, por supuesto, mucho más que un negocio.
El montante del intento de soborno y la participación en él de varios dirigentes locales hacen suponer que lo de Sanlúcar no es la chaladura de un dirigente incontrolado. Difícilmente puede usar otra vez el PSOE su fórmula habitual: "Hemos sido sorprendidos en nuestra buena fe". No se puede considerar una sorpresa algo que se repite con una frecuencia nada excepcional. Porque es evidente ya que la corrupción es más frecuente en la política que en otras actividades.
Esta vez, el PSOE ha actuado con presteza. Pero no siempre la diligencia es justa. En ocasiones, sólo obedece al deseo de echar tierra al asunto, como sucedió cuando los órganos regionales del PSOE vieron a toda prisa la denuncia de un militante de Jaén que acusaba a Gaspar Zarrías de pucherazo en las primarias. Tanta rapidez sólo sirvió en aquel caso para que las conclusiones exculpatorias fueran más inverosímiles que la denuncia.
Tras la revelación del intento de soborno de Sanlúcar, Chaves se ha ceñido al argumento clásico de que "en todas parten cueces habas", lo que no es otra cosa que una invitación a la abstención dirigida a ese electorado de izquierda que busca en el PSOE lo que presupone no va a encontrar en el PP y estaba bastante escamado ya con las peregrinaciones a Guadalajara.
Paradójicamente, días antes de que se conociera lo de Sanlúcar, el PSOE de Málaga denunciaba al GIL por tratar de sobornar a un concejal socialista de Ronda. El caso tenía el aspecto grotesco de todo lo que rodea al GIL -el intento tuvo lugar en una nave de las afueras, como en una mala película de mafiosos-, pero la hipotética corrupción no era, ni mucho menos, tan generosa como la de Sanlúcar.
Y, lo que es peor, no se apartaba apenas de las fórmulas utilizadas por los partidos convencionales: supuestamente, se ofrecía un cargo público a cambio de apoyo político. Es decir, nada que -por poner dos ejemplos recientes y cercanos- no haya hecho el PP para absorber pequeños partidos independientes en Málaga, o el propio PSOE para obtener la presidencia de la Diputación.
Lo de Sanlúcar, como todos los episodios anteriores, tiene sus cimientos en la idea arraigada en buena parte de los políticos profesionales de que la política poco tiene que ver ya con el compromiso y sí mucho con la subsistencia o la codicia. Está claro que mientras no se acabe con esta idea, no se podrá comenzar a luchar contra la corrupción.
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